En Mateo 23:17, Jesús define a los hipócritas como insensatos y ciegos. El ciego es el que no ve, pero ¿quién es el insensato? Es la persona que no piensa, que tiene la naturaleza terrenal, que no ve las consecuencias de las actitudes que va a tomar.
Jesús les dijo a esos fariseos insensatos: “… porque ¿cuál es mayor, el oro, o el Templo que santifica al oro?”, porque el Templo de Salomón era de oro por dentro. Ellos se impresionaban por la belleza del Templo y no consideraban que representaba a Dios en medio de ellos.
En el versículo 19 dice: “¡Insensatos y ciegos! ¿Cuál es mayor, la ofrenda, o el Altar que santifica la ofrenda?”, en otras palabras, ¿qué es mayor, usted o el Altar que lo santifica? ¿Qué es mayor, aquello que lo representa a usted, que es su ofrenda, sus diezmos, o el Altar que lo bendice a usted? Sin el Altar, ni el diezmo ni la ofrenda tienen sentido.
El Altar fue instituido a partir del momento en que hubo pecado. El pecado obligó a Dios a crear el Altar, que es el lugar donde se sacrifica la vida para poder llegar a Él.
Esto no tiene nada que ver con la religión, tiene que ver con que usted necesita el Altar para poder resolver sus problemas y llegar hasta Dios. Porque el Altar es el lugar que representa a Dios. Es el lugar físico, que usted toca, ve y donde puede expresar su vida con sus ofrendas, con nuestras ofrendas.
Cuando hablo de ofrenda no estoy necesariamente hablando de dinero. Hablo de ofrendas en un sentido más amplio, la ofrenda de su propia vida. Por ejemplo, en este momento, yo estoy dando mi ofrenda, mi vida para mi Señor.
Si usted visita el Tabernáculo, ni bien entra encuentra el Altar del sacrificio, donde las personas que cometían sus pecados entregaban sus animales perfectos. Los sacerdotes mataban al animal en lugar del ofrendante. Tomaban su carne y la quemaban. Aquella carne quemada generaba la brasa.
Entonces el sacerdote tomaba un poco de esa brasa y la llevaba al Altar del incienso. Cuando se mezclaba la brasa del sacrificio con los inciensos, salía humo.
El humo solo tenía dos caminos, o se esparcía por el viento o subía. Si el humo subía era porque aquel sacrificio había sido aceptado y la persona había sido aceptada delante de Dios. Pero si el humo del Altar del Incienso se esparcía, entonces, aquel sacrificio no había servido, y lógicamente, la vida de la persona continuaba siendo la misma.
Cuando llamamos para hacer la oración: “¿Quién quiere entregar la vida a Jesús? ¿Quién quiere hacer su entrega total, sacrificar realmente todo, toda su vida?”, las personas vienen adelante, pero yo no sé quién está haciendo el sacrificio perfecto.
Sin embargo una cosa sé, que aquellos cuyo sacrificio es sincero, de ese sacrificio va a salir el humo que va a subir y Dios Se va a agradar. No importa lo que la persona era, lo que hizo o dejó de ser. Pero si viene delante del Altar como quien no quiere nada, el humo se esparce. Ella vuelve a su lugar y su vida seguirá tal y como estaba.
Quien decide su destino es usted. Quien decide mi destino soy yo. No es Dios, ni el diablo, ni el mundo, ni las personas. La vida es mía, entonces soy yo quien toma la decisión de seguir adelante o soy yo quien vuelve y comienza a practicar lo que es correcto, lo que es justo, a caminar dentro de la Palabra de Dios.
¿Qué quiere hacer usted de su vida? Es usted quien decide. O es todo, toda su vida, o nada. Más o menos no sirve, el 99% ¡no sirve! Tiene que ser todo.
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