“¿Hasta cuándo, SEÑOR? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás Tu rostro de mí? ¿Hasta cuándo pondré consejos en mi alma, con tristezas en mi corazón cada día? ¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre mí?” (Salmos 13:1-2)
David estaba tan ansioso que llegó a imaginarse que Dios lo había olvidado.
“¿Hasta cuándo, SEÑOR? ¿Me olvidarás para siempre?” ¿No es exactamente eso lo que, a veces, sucede con los siervos de Dios? “¿Hasta cuándo esconderás Tu rostro de mí? ¿Hasta cuándo pondré consejos en mi alma, con tristezas en mi corazón cada día?” También preguntamos, ¿hasta cuándo tenemos que resistir las angustias sin la respuesta Divina? “¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre mí?”
Cuatro veces pregunta “¿Hasta cuándo?”. David estaba exhausto. Pero, enseguida, hace una declaración de confianza. No cree que, solo, logrará mantenerse firme.
Sin embargo, antes de terminar su clamor, fue oído. Tanto que termina el Salmo adorando: “Mas yo en Tu misericordia he confiado; mi corazón se alegrará en Tu salvación. Cantaré al SEÑOR, porque me ha hecho bien.” (Salmos 13:5-6)
La oración de David fue sincera. Él no aguantaba más, entonces, dijo que no aguantaba más. Pensaba que había sido olvidado, entonces, Le preguntó a Dios si había sido olvidado para siempre. Dios le respondió con la certeza de la salvación.
Y él, sincero, Lo adoró. El sincero rasga su alma, juega limpio, no disfraza ni esconde su real intención. Él es lo que es. Sí, sí; no, no. Tiene una posición bien definida delante de los seres humanos y de Dios. Cuanto mayor es la sinceridad, más pura es la fe. Por eso, siempre hay una respuesta para los sinceros.
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Rasgue su alma delante de Dios. Y será respondido.
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(*) Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo
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