Hubo un cierto momento en el que todo lo que quería era un hijo. “Señor Dios, ¿qué me darás, siendo así que ando sin hijo?”, (Génesis 15:2).
Inmediatamente, Dios lo llevó hacia afuera y le mostró las estrellas del cielo. Entonces, la visión de Abraham se abrió. A partir de ese momento, comprendió que el asunto en cuestión no eran sus propios planes, sino los Planes de Dios.
De pronto, su pedido que, hasta entonces, parecía tan grande, se volvió insignificante delante de lo que Dios quería –después de todo, ¿qué es un hijo comparado con una nación? El héroe de la fe notó que un hijo podría responder a su necesidad, pero no era suficiente para responder a la necesidad del Plan de Dios. Por consiguiente, todo lo que él comenzó a desear más fue agradar a Dios, respondiendo a las necesidades de Su proyecto por medio de la nación que nacería de él.
Incluso sintiendo el dolor palpitando en su pecho, Abraham entregó a su hijo en el Altar, porque su visión no estaba más en Isaac, sino en las estrellas del cielo y en la arena del mar. Su sueño era el sueño de Dios, y Abraham sabía que Dios jamás le pediría hacer algo que impidiese Su propio sueño.
Quizás usted esté enfocado solo en un hijo –la solución de un problema, sea familiar, sentimental, económico o en la salud– y no ha visto la grandeza de aquello que Dios planea hacer a través de su vida. Quizás ese hijo sea suficiente para usted, pero no lo es para Dios. ¿Y qué es lo que usted más quiere? ¿Agradarse a sí mismo o a Dios? ¿Aferrarse a lo que usted ya tiene y desea, o aferrarse a lo que Dios tiene y desea para usted y para la humanidad?
Abraham no tuvo miedo de renunciar a su sueño por el sueño de Dios. Y, a fin de cuentas, ¿sabe de qué se dio cuenta? De que no necesitaría quedarse sin su hijo, solo era necesario que no tuviera su corazón en él. Y, porque el corazón de Abraham no estaba en su hijo, sino en Dios, el Altísimo pudo concederle su deseo, y añadirle realizaciones aún mayores a su vida.
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