“¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga? Hermanos míos, ¿puede acaso la higuera producir aceitunas, o la vid higos? Así también ninguna fuente puede dar agua salada y dulce.”
(Santiago 3:11-12)
Hay dos fuentes de poder en este mundo: la del Bien y la del mal. La fuente del Bien fluye vida por el Espíritu de Dios y la del mal fluye muerte por el espíritu de las tinieblas. Las dos fuentes son fuerzas espirituales que han actuado en este mundo a través de instrumentos humanos. El espíritu necesita un cuerpo para manifestarse en el mundo. Tanto el Espíritu del Bien como el del mal, necesitan al cuerpo humano para expresarse.
Mientras que el Espíritu de Dios busca personas de carácter para sembrar el bien entre las naciones, el espíritu del mal busca personas sin carácter para usarlas como pedófilos, asesinos, violadores, corruptos, en fin, malhechores para sembrar el mal entre las naciones. Su objetivo es hacer que los pueblos descrean de la existencia del Dios Justo, Santo y Misericordioso.
La cuestión es: ¿por qué las fuerzas malignas han sido más actuantes en el mundo que las benignas? Porque los obreros del mal son la mayoría en el mundo. Por su parte, los obreros del Bien, instrumentos del Espíritu del Bien, son pocos. Porque pocos han asumido el compromiso con el Camino, con la Verdad y con la Vida eterna. Así, el mundo queda a merced del espíritu del mal.
No sirve de nada solo mirar la actuación del mal en este mundo y sentir pesar, sentir tristeza, sentir miedo o incluso sentir indignación. Ningún sentimiento resolverá el problema o traerá algún alivio a aquel que sufre las consecuencias del mal. La manera más eficiente de neutralizar la acción del mal es por medio de la acción del Espíritu del Bien. Para eso, es imprescindible que los obreros del bien no desistan de la batalla y estén siempre firmes, trabajando para rescatar a los que se encuentran perdidos.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo