“Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por el SEÑOR, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo? Así que tus enemigos serán humillados, y tú hollarás sobre sus alturas.”
(Deuteronomio 33:29)
Esa es la voz de la fe. Cuando recibió esa Palabra, Israel estaba en el desierto, a las puertas de combatir con sus enemigos por la Tierra Prometida. Si el pueblo de Israel miraba con los ojos naturales, podía hallarse infeliz. Infeliz, porque después de más de cuatrocientos años de esclavitud, estaba andando en círculos hacía cuarenta años por el desierto. Y aún estaba en el desierto. Enfrentaría guerras contra gigantes y pueblos acostumbrados a combatir.
Sin embargo, el pueblo era feliz. Feliz, pues era pueblo salvo por el Señor. No importa, pueblo salvo por el Señor, si existen problemas aparentes. Su felicidad viene de la certeza de su salvación. Su felicidad viene de su Señor. Su Señor, que es su escudo, que lo protege. Su Señor, que lo socorre en los momentos de aprieto y aflicción. Su Señor, que es el recurso contra todo el mal. Su Señor, que es fiel en todas sus promesas y que no desampara al afligido.
La vida con Dios es maravillosa, aunque haya problemas del lado de afuera. La vida con Dios es feliz, incluso con persecuciones, tribulaciones y desiertos. La vida con Dios es de seguridad, de paz, de certeza. Es vida de equilibrio, es vida de disciplina, de orden, de fortaleza. De certeza de que los enemigos ya están derrotados. Aunque aparentemente sean fuertes, ya están derrotados. Y su victoria es inevitable, a causa de su Señor, que ha sido espada y escudo. Su Señor, que da la victoria.
Su felicidad depende solo de su vida con Dios.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo