“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible.”
(1° Corintios 9:24-25)
Todos corren. Están los que corren con ansiedad; están los que corren con duda; están los que corren con malicia; están los que corren por correr; están los que corren de cualquier manera. Sin embargo, nosotros tenemos un objetivo. Quien corre de cualquier manera, no alcanzará el premio de la Eternidad. “Corred de tal manera que lo obtengáis”.
La carrera debe ser hecha de la manera indicada para alcanzar el premio. ¿Y cuál es esa manera? El apóstol Pablo da un consejo inmediatamente después, manteniendo todavía la comparación con el atleta: el dominio propio. La disciplina. Saber controlar los impulsos, los deseos… El Espíritu Santo nos da esta capacidad de una manera sobrenatural, pero el propio espíritu humano ya tiene esta capacidad de una manera natural. En caso contrario, ningún atleta sin el Espíritu Santo lograría dominarse.
Sacrificar la propia voluntad es un poder que está en sus manos. Poder de transformar su vida; poder de conseguir el auxilio sobrenatural del Espíritu de Dios en cualquier situación. Solo a partir de ese primer paso es que Él comienza a hacer que lo imposible suceda. La competencia está corriendo. Competimos no contra los demás atletas, sino que competimos contra nosotros mismos.
Luchamos contra nuestros propios impulsos; luchamos contra nuestro yo; luchamos contra nuestra voluntad. Negamos nuestra voluntad a cada paso para abrazar la voluntad del Señor Jesús. Y, así, de fe en fe, de lucha en lucha, de carrera en carrera, alcanzaremos la corona incorruptible. La vida eterna.
Aplíquese como un atleta a la carrera diaria de la fe, por la salvación de su alma.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo