El futuro ya llegó. La cultura de nuestra sociedad está plenamente digitalizada. Aspectos mínimos de nuestras vidas están manejados por una computadora: cajero automático, teléfonos, compras, transporte público, redes sociales, juegos, libros… Es difícil pensar en algún espacio que esté libre de los progresos tecnológicos. No obstante, existe un importante número de personas que sienten aversión a estos cambios, surgiendo así una tendencia a la “tecnofobia”.
Los tecnófobos temen por la seguridad y la protección de sus datos, tienen miedo de lo que pueda suceder con el trabajo humano (¡total todo puede hacerlo una máquina!), entienden que deteriora la interrelación de las personas. Pero si pudiéramos observar más profundo, hay un temor al cambio básicamente.
Paralelamente, están los tecnófilos, aquellos que aman la tecnología al punto de que esta pudiera ser una obsesión. Y cada vez hay un número mayor de personas en este grupo: gente que no puede estar sin su teléfono inteligente, sin conexión a internet, interactuando en redes sociales, etc.
Lo cierto es que la tecnología va más allá del mundo digital, de computadoras o de internet, el término, históricamente, hace referencia a conocimientos técnicos y científicos que han permitido crear bienes que facilitan la adaptación del ser humano al mundo en que vivimos.
Ante una ola de cambios, es normal que existan personas que se sientan abrumadas. Y también están aquellos niños y adolescentes que no conocen el mundo sin internet, los denominados nativos digitales. Son dos caras de una misma moneda, de la realidad en la que vivimos.
Negarse a utilizar la tecnología de la que disponemos nos convierte en “analfabetos digitales”, y el mundo se hace más complicado para este tipo de personas y las obliga a depender de otras. No podemos vivir sin tecnología, porque la tecnología es simplemente eso, una herramienta a nuestra disposición, producto del trabajo humano.
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