Mientras obedecían a Dios, Adán y Eva vivían en armonía y paz en el Jardín del Edén. La muerte no existía y los animales no dependían de la carne para sobrevivir, porque su sustento y el de los humanos venía de los frutos de la tierra. Para mantener esa condición era necesario mantenerse en la obediencia.
“Y mandó el Señor Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.”, (Génesis 2:16-17).
La rebeldía a la Palabra de Dios les costó la vida. Dios les proporcionaba todo lo que necesitaban. Y eso no solo le trajo la muerte física al mundo, sino que también eliminó la pureza espiritual de la comunión con Dios. La ingesta del fruto del conocimiento del bien y del mal cegó la visión de los buenos ojos e hizo nacer la visión de los malos ojos. Todo lo que era puro se volvió impuro. “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.”, (Génesis 3:7).
Los malos ojos generaron la peor y mayor maldición que existe, la duda. Sin saber de la existencia del mal y del bien, guiándose solo por la obediencia a Dios, no había duda, no había miedo, no había preocupaciones ni debilidad. El árbol del conocimiento del bien y del mal fue el comienzo de la duda, ese era el sabor del fruto.
La duda existe porque hay por lo menos dos caminos. Si el ser humano no se apoya en la obediencia a Dios para tomar decisiones, nunca sabrá qué hacer. Entonces se pregunta, ¿me caso o no me caso?. ¿Estoy agradando a Dios o lo estoy desagradando? ¿Es de la voluntad de Dios o no? ¿Debo hacer eso o no? ¿Es esa la mejor decisión? ¿Me arrepentiré?
Las dudas generan miedo, preocupación, debilidad, etcétera. El jardín del Edén no era en otro planeta, existía en este planeta. Es posible retomar los orígenes aquí mismo. Solo hay un remedio para traer de vuelta la pureza original: matar, sepultar, la vieja criatura y el nuevo nacimiento que solo el Espíritu Santo puede lograr a través de la práctica de la fe en el Señor Jesús.
La química de esa transformación solo es posible si la vida se entrega completamente en el Altar: sus sueños, su pasado, su futuro y lo que le sea más precioso. Absolutamente todo debe quedar permanentemente en el Altar.
Los buenos ojos nos llevan a la obediencia de la Palabra de Dios y no permite que tengamos espacio para la duda. La pureza genera certeza y confianza, así podemos contar con que Dios pelea nuestras batallas. Con la vida puesta en el Altar, volvemos a vivir en el Jardín que Él preparó para nosotros.
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