Yamila Ruiz creyó que tenía que resignarse a sufrir porque cuando creía que la situación no podría estar peor, aparecían más problemas. “Mi sufrimiento comenzó cuando era pequeña. Mi padre era alcohólico y muy violento, nos golpeaba a mis hermanas, a mi mamá y a mí. Vivíamos con miedo, dormíamos vestidas, con las zapatillas puestas y abrigos debajo de las camas por si había que salir corriendo en la madrugada porque él quería matar a todo el mundo. Recuerdo que siempre dormía con cuchillos o tijeras debajo del colchón para defenderme porque vivía con miedo.
La gente pensaba que éramos una familia feliz, pero era solo apariencia. Yo era muy depresiva, a los 9 años de edad ya pensaba en morir, no lo hacía porque pensaba en mi mamá, en el dolor que le iba a causar.
El episodio que más me marcó fue enterarme de que él tenía una amante que iba a tener una hija suya. Cuando mi mamá se enteró, fue terrible, pero ella soportaba todo. A medida que crecía iba odiándolo y varias veces estuve a punto de matarlo. Un día agarré un cuchillo y estuve a punto de clavárselo. Si no fuera por mi hermana que me lo sacó de la mano, yo lo mataba ese día, con tan solo 13 años de edad. A mi papá no le hablaba, me lo cruzaba en la calle y le daba vuelta la cara, quería hacerlo sufrir.
En ese tiempo pasaba muchas humillaciones porque si bien mi papá trabajaba bien, no nos dejaba plata para comer. Íbamos a los negocios que nos conocían para que nos den algo para alimentarnos.
Yo era muy solitaria, no tenía amigos, llamaban a mi mamá de la escuela porque me veían mal. Estaba con anemia y me vivía desmayando porque no comía por la depresión. Me sentía bien solamente cuando estaba en el cementerio. Ahí me reía, me encantaba ver las tumbas abiertas, me imaginaba cómo iba a quedar cuando muriera. Pensaba en la muerte como una solución, sentía que ellos estaban descansando. Le decía a mi mamá que iba a la plaza que estaba al lado del cementerio pero en realidad me pasaba horas en el cementerio. Estaba ahí la mayor parte del tiempo, cuando cerraban me quedaba en la plaza mirando el cementerio desde afuera. Me metía a los velorios ajenos y miraba a los que estaban enterrando y pensaba `ya está esta persona dejó de sufrir´. Quería morirme, pero quería que fuese un accidente.
El tiempo pasaba y yo no lograba confiar en los hombres por como mi papá trataba a mi mamá. Entonces buscaba la felicidad en un hijo. Quería tener un hijo sola, sin padre. Me empecé a involucrar con cualquier hombre solo para quedar embarazada. Los usaba y los dejaba, fue tanto el deseo que tenía de tener un hijo que tuve un embarazo psicológico durante 5 meses. Mi familia no sabía lo que pasaba. La panza me había crecido, sentía que el bebé se movía dentro de mí, hasta que fui al médico y me dijo que era cosa de mi mente, que estaba vacía.
Mi depresión fue peor, entonces empecé a cortarme y a quemarme los brazos. Calentaba un cuchillo y me lo pasaba caliente, quería concentrar el dolor que sentía en algo físico. Mi mamá había empezado a ir a la Universal y me invitaba, pero yo no quería saber nada hasta que un día crucé la vía, sabía que venía el tren, pero no me importó. No sé qué pasó, pero no me mató, sentí el viento detrás de mí y me acordé de la invitación de mi mamá, ya no daba más así que fui a la Universal.
Llegué un domingo, ese mismo día me invadió una paz que era inexplicable, pude respirar, fue un alivio. Después de que salí de la reunión, sentí que el mundo tenía colores. Sonreía y no sabía por qué. Fue un proceso largo mi liberación, pero valió la pena porque Dios me llenó con Su presencia, hoy estoy libre de todo, en Él encontré el secreto para ser feliz”.
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