Daniela era una mujer muy conflictiva. Tenía muchos problemas con sus familiares, le iba mal en el colegio y su padre la comparaba con sus hermanos. Eso le produjo baja autoestima y odio. “Hubo meses en que no quise mirarme al espejo por el odio que sentía hacia mí misma”, dice.
Pese a que Daniela frecuentara la Iglesia desde niña, no conocía a Jesús. Escuchaba, pero no obedecía la Palabra de Dios. El vicio a la pornografía le impedía que tuviera un compromiso con el Altísimo.
Cuando se le presentó la oportunidad de participar del Ayuno de Daniel, no la desperdició. Quitó de su interior todo lo que la contaminaba: el rencor, los malos ojos y el odio hacia sí misma. Y fue a través de esa fe que recibió el Espíritu Santo. Hoy, es diferente a la Daniela del pasado. Tiene paz y alegría.
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