Cuando tenemos una deuda con alguien, pasamos a tener un compromiso con esa persona a la cual le debemos, e, independientemente de con quién sea esa deuda, en algún momento nos será cobrada.
“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.” Romanos 8:12-13
Al decidir vivir según nuestras propias voluntades y anhelos, pasamos a tener una deuda con el pecado y, en consecuencia, con el señor del pecado, el diablo. Pues, si usufructuamos sus placeres, también daremos cuenta de su precio, que será cobrado después de la muerte, y el pago será el ALMA.
Sin embargo, cuando decidimos mortificar nuestras voluntades y nos entregamos al Señor Jesús, por medio del bautismo en las aguas, sepultamos a la vieja criatura y la deuda con el diablo es pagada. Entonces, pasamos a tener una deuda con Dios, y esa deuda es quitada cuando vivimos una vida dedicada a servirlo y agradarlo.
“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” Romanos 8:14-15
Por medio del Espíritu Santo, dejamos de ser solo criaturas de Dios y nos convertimos en hijos de Dios. Pues, cuando Dios sacrificó a Su Hijo Unigénito en la cruz, nos dio la oportunidad de ser hechos Sus hijos y de ser guiados por Él. Y, como en toda familia, existe una herencia que pasa de padres a hijos, de generación en generación, nuestra herencia como hijos de Dios es el Reino de los Cielos, NUESTRA SALVACIÓN.
Decida, hoy, entregarse al Señor Jesús, mortifique su cuerpo del pecado a través del bautismo en las aguas y busque nacer del Espíritu Santo, para que un día, usted también pueda llamarlo Padre.