Pedro fue uno de los principales discípulos de Jesús. Tuvo fe y coraje para abandonar las redes de pesca de peces e ingresar a la escuela de pesca de almas. No sé quién o qué lo llevó a adquirir, más tarde, una espada para seguir en la escuela de la fe.
No creo que, inicialmente, él haya cambiado las redes por una espada. Sí creo que, con el transcurso de los días, notando que el SEÑOR y los demás discípulos estaban “desprotegidos” de los malhechores, Pedro haya adherido a la idea de sumarle a la protección del SEÑOR un arma de defensa física.
Es la situación de muchos hoy en día. Creen en la provisión de la Palabra, pero, de alguna forma, quieren apoyar su confianza en algo más físico…
Llama la atención el hecho de que el Señor no lo haya desaprobado. No lo hizo para enseñarles a todos los demás discípulos. Esa arma partió a la fe de Pedro en dos partes: una parte de la fe estaba en Jesús y la otra parte estaba en la espada.
Muchos que han puesto la mano en el arado han actuado de la misma forma: confían en la subsistencia del Altar, pero quieren garantizarse los bienes materiales.
La espada de Pedro no era un pecado, pero se convirtió en una trampa para su fe. Le mostró al diablo su fe dividida y, consecuentemente, su debilidad espiritual. Prueba de eso fue cuando Le aconsejó a Jesús que no subiera a Jerusalén; cuando se rehusó a aceptar que negaría al Señor; y, finalmente, cuando negó conocerlo tres veces antes de que el gallo cantara.
La fe es sí, sí; no, no. Confía o no confía. Pedro confiaba con desconfianza… Afortunadamente, ese Pedro murió y resurgió con la resurrección del Señor, convirtiéndose en el gran apóstol. Pero no necesitaba cargar por el resto de la vida el recuerdo del canto de ese gallo.
Dice la historia que siempre que Pedro oía al gallo cantar, corría y buscaba un rincón para llorar.