La voz del hombre siempre fue importante en su trayectoria. Ella también refleja aspectos de su liderazgo e incluso afecta a los que están a su alrededor. El tono, la autoridad, lo que se dice y su significado son determinantes para que el hombre sea escuchado, entendido y seguido.
En la actualidad, se ha demostrado, cada vez más, que usar la voz con inteligencia es sinónimo de éxito.
Eso puede notarse incluso cuando un hombre habla con un niño. Lo que un padre le enseña a su hijo es aprendido con más facilidad cuando el tono no es alto, demostrando que él está allí para ayudarlo en su crecimiento. El niño escucha y aprende, porque confía en algo que suena más como una orientación que como una orden. Con este tipo de actitud, se establece la autoridad. El resultado es que el hijo confía en su padre y viceversa.
Gritar ya no funciona como antiguamente, es algo en desuso, salvo cuando se usa como señal de alerta ante un peligro inminente que podría dañar a la otra persona. Fuera de eso, gritar casi nunca enseña nada. Al contrario, alimenta sentimientos de odio y rechazo que no son saludables, además de ser prácticamente un sinónimo de falta de templanza y autocontrol, contribuyendo, casi siempre, en el aumento del conflicto existente.
En la relación con la esposa, por ejemplo, gritar también puede cortar el hilo de confianza que debe existir entre una pareja, desembocando muchas veces en agresiones mutuas. Lo que, erróneamente, para muchos hombres puede parecer una señal de valentía, en realidad, es una señal de cobardía.
Un hombre jamás debería gritarle a su esposa. El diálogo, guiado siempre por la templanza y los argumentos bien construidos, genera armonía en la pareja y transforma la conversación en una calle de doble mano, en la que hay espacio para que los dos puedan hablar y escuchar, cada uno a su debido tiempo.
En el aspecto profesional, la voz del hombre también debe encontrar espacio, pero se trata de una construcción. Una vez más, gritar no es vigorizante y el hombre debe hacerse oír por estar preparado para hablar, por ser un profesional que tiene contenido y porque su palabra puede ser considerada. Para llegar a ese nivel, debe prepararse profesionalmente, estudiar e incluso organizarse mentalmente para saber posicionarse en las diferentes situaciones y para saber lo que debe decir en el momento correcto.
La verdad es que muchos hombres son inmaduros como para tener esa comprensión. Para ellos, el camino más fácil es el de gritar. El problema es que el que grita no considera a nadie, no es capaz de callarse ni siquiera cuando se da cuenta de que está equivocado y no es lo suficientemente humilde para admitirlo. En cambio, el hombre maduro tiene empatía, es sociable, acepta a las personas sin intentar corregirlas o cambiarlas, se da sin esperar nada a cambio y suele lidiar bien con las críticas sin ponerse a la defensiva.
Para alcanzar ese nivel de madurez y saber controlar su voz y lo que profiere, el hombre debe tener una relación con Dios.
Así como un padre le habla a su hijo, con calma y autoridad, Dios le habla al hombre y lo orienta. Esa sabiduría pasada de padre a hijo puede y debe ser usada en la relación con sus hijos y con su mujer, en su actividad profesional y también para su crecimiento espiritual. El resultado se nota en la voz del que tiene a Dios. Lo invitamos a que conozca a Dios y lo compruebe. ¿Usted se anima?