Muchas personas invierten tanto en el confort, en la belleza y en el cuerpo, pero se olvidan del alma. El cuerpo desea ser alimentado y busca placer, pero el alma carece de paz y solo la encuentra cuando la persona se convierte, se arrepiente y se inclina hacia Dios.
El arrepentimiento es una decisión de fe. No es solo un sentimiento de remordimiento, sino el coraje de dejar los pecados atrás y vivir una vida recta. En este sentido, entendemos que el arrepentimiento involucra determinación y la necesidad de contrariar al corazón, a los deseos y a las vanidades, y tomar la decisión de cambiar.
Muchas veces, la fe religiosa lleva a alguien a bautizarse sin convicción, solo por seguir lo que los demás están haciendo. Pero el verdadero arrepentimiento es una decisión consciente de abandonar la vida incorrecta. Cuando el Espíritu Santo convence a la persona de su pecado, esta se arrepiente de verdad y decide cambiar.
Jesús le dijo a la mujer adúltera: “… Mujer, ¿dónde están ellos? ¿Ninguno te ha condenado? (…) Yo tampoco te condeno. Vete; desde ahora no peques más” (Juan 8:10-11).
De la misma forma, Él le dijo al paralítico:
“… no peques más, para que no te suceda algo peor” (Juan 5:14).
Lamentablemente, muchas personas que fueron curadas o bendecidas terminan dándole la espalda a Dios y caen nuevamente en pecado. Son como dracmas perdidas dentro de casa, frecuentando la iglesia, pero sin un arrepentimiento verdadero.
Dios tiene el deseo de ver a las personas convertidas, pero no puede tomar esa decisión por ellas. El libre albedrío es intocable y cada uno de nosotros debe decidir por sí mismo. Si el Espíritu Santo te convenció de lo que debés hacer, seguí esa orientación, porque es la Voz de Dios llamándote al arrepentimiento. Eso es lo que garantiza nuestra vida. Esta depende de una actitud de fe y de arrepentimiento.
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