Erika: “Desde chica tenía problemas en mi casa, siempre veía y escuchaba a mi papá agrediendo verbal y físicamente a mi mamá. Eso me hizo insegura y miedosa. A los 15 años, mis padres se separaron. Después de eso lo único que quería era distraerme de todos los problemas.
Empecé a salir con amigos. Me gustaba mucho tomar alcohol, porque me hacía sentir feliz, me olvidaba de todo.
Tenía complejos de inferioridad y no tenía personalidad.
Mi tía siempre me invitaba a la Universal, pero yo no quería saber nada.
Estuve en pareja, pero nos peleábamos. Yo vivía nerviosa, era celosa, lo agredía verbal y físicamente.
Comencé a tomar y a salir más. Llegué a quedar inconsciente de tanto alcohol. Pasaba toda la madrugada en la calle.
Cuando terminaba el efecto del alcohol, me daba cuenta de mi realidad. Entendía que no era feliz y lloraba. En esos momentos comenzaban los pensamientos de suicidio.
Me autolesionaba, tenía insomnio y tomaba pastillas para poder dormir. Intentaba cambiar, pero no podía.
No lograba perdonar a mi papá y me peleaba con mi mamá, la llegué a maltratar físicamente. Después, empecé a tomar sola en mi casa. Nada me llenaba.
Hasta que acepté la invitación de mi tía. Participé de las reuniones y vi cambios en mí. Pude dormir bien, no necesitaba pastillas y ya no estaba nerviosa. Logré la paz que siempre había querido y eso hizo que perseverara. Me liberé completamente de todo lo que me hacía mal. Hoy soy otra persona estoy feliz, y esa felicidad no depende de las circunstancias en las que esté, porque Dios transformó todo mi ser”.
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