Mireya: “Todo comenzó a los 13 años, porque me sentía sola, era muy cohibida.
Iba a tomar alcohol a las plazas, también a fumar marihuana y cigarrillos. Quería llamar la atención de mis padres y me escapaba de mi casa. Llegué a la Universal, pero no estaba interesada en cambiar mi vida.
Dejé de cuidar mi salud, no podía comer nada que tuviera gluten, pero comencé a hacerlo. Los vómitos eran cada vez peores y adelgacé mucho. Con el tiempo, me miraba al espejo y sentía que estaba gorda, aunque pesaba 40 kilos. Los doctores me dieron tres meses de vida. Mi mamá me sacó del hospital, me llevó a la Universal, me hicieron una oración y me sentí mejor, pero todavía no quería entregarme a Dios.
Una vez, me peleé con una chica y su papá me dio siete patadas en la cabeza y quedé inconsciente. Cuando llegué a mi casa me derrumbé. Me llevaron al hospital y tenía un hematoma hemorrágico, me hicieron ocho puntos.
Mis padres ya no sabían qué hacer conmigo, les había fallado. Esa noche no sabía qué hacer, algo decía que me tenía matar y me corté las piernas hasta que me desmayé.
Al otro día, mi mamá agarró mis zapatillas, las tiró a la calle y me echó de la casa. Volví a la Iglesia. Participé de una reunión, alguien se acercó. Le conté que constantemente veía a alguien parado a mi lado y que tiraba la comida por la ventana.
Fueron tres años de liberación, pero de a poco fui cambiando. Me entregué a Dios, empecé a comer y a dormir de noche. Me bauticé y recibí el Espíritu Santo. Ya no tengo bulimia ni anorexia, no fumo, ni tomo nada. Hoy tengo paz con mi familia, todo es bello en mi vida”.
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