Luciano: “Mi infancia fue complicada porque mis padres se separaron y veía a mi papá cada 15 días. Me encerraba en la habitación con los juegos de la computadora; estaba ahí todo el día. Vivía en un barrio precario, tenía miedo de acercarme a las personas. Cuando mi madre se fue de viaje a Perú, me quedé a vivir con mis abuelos.
Me sentía solo y a los 13 años, un grupo de chicos me preguntó si quería probar cocaína. Me gustó, después experimenté con la marihuana. Para salir de eso, le pedí a mi papá que me llevara a vivir con él, pero en ese momento no podía.
Mi madre volvió de su viaje con deudas y mi hermana se encargaba de decirme que no pasaba nada, entonces yo, seguía con mi vida. Pasó el tiempo y conocí en el trabajo a la que hoy es mi esposa. La primera vez que salimos, me aclaró que iba a la Universal; yo le dije que estaba bien, también participaba de las reuniones, pero le mentía.
El peor momento de mi vida fueron los nueve meses que me aparté de la Iglesia. En ese tiempo me obsesioné con mi cuerpo, entrenaba tres horas por día y tatué mis brazos. Una tarde, compré $500 de cocaína y me quedé duro en la bañera de mi casa. Me desmayé, desperté por el frío del agua. Si se hubiera tapado la bañadera me moría ahí.
Cuando recobré la conciencia, lo primero que se me cruzó por la cabeza fue llamar a mi esposa. Lo hice y le pregunté si nos podíamos ver. Cuando me vio se sorprendió, me preguntó qué había hecho. Le pedí casamiento y ella me dijo que no en ese momento. Decidí volver a Dios, pero estaba mal, perseguía a mi esposa por celos.
Hasta que me di cuenta que perdía el tiempo. Me entregué, dejé todo lo malo, recibí el Espíritu Santo y fui transformado. Mi matrimonio está restaurado, ahora confiamos el uno en el otro”.
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