Si no hay conflicto, no hay sacrificio. Pues es este el que muestra el peso de lo que Dios nos pide que presentemos en el Altar. Y el diablo se desespera al ver lo que el Espíritu Santo va a realizar en la vida del obediente sacrificador.
Imagínese lo que debe haber pasado por la mente de Abraham, en el camino de 3 días en el desierto, al ver la inocencia de su hijo preguntando:
“…Aquí están el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” Génesis 22:7
Estoy seguro de que Satanás usó ese momento para hablar fuerte en su mente, diciéndole que aquello que Dios le estaba mandando a hacer era una locura y que la pérdida sería irreparable, pues no había testimonio de alguien que hubiese tomado esa actitud en el pasado, era algo inédito.
Su sentimiento de padre gritaba mandándole que desistiera de sacrificar aquello por lo que había esperado la vida entera, la garantía de su descendencia.
El conflicto fue muy grande, pero Abraham no les dio oídos a las voces de la duda, del miedo, del sentimiento. Él respondió, con la frialdad de un siervo que obedece, sin murmuraciones o cuestionamientos a su Señor.
“Dios proveerá para Sí el cordero para el holocausto, hijo mío…” Génesis 22:8
Y obedeció.
Eso me hizo recordar a Jesús, cuyo conflicto fue tan grande que llegó a sudar gotas de sangre al aproximarse al momento del mayor y más doloroso de todos los sacrificios de la historia de la humanidad, pero Él reaccionó enfocándose en la voluntad de Su Padre y no en la Suya:
“…si es Tu voluntad, aparta de Mí esta copa; pero no se haga Mi voluntad, sino la Tuya.” Lucas 22:42
La pregunta que no se quiere callar es: ¿Su sacrificio está repleto de conflicto interno? Al ver lo que Dios le pidió, ¿siente el dolor de la pérdida? ¿O subirá al Altar como si estuviera yendo a una fiesta? En caso de que sea así, aún no es el perfecto sacrificio.
¡Piénselo!