Durante esta semana, publicaremos fragmentos del libro “Mujer V” de Cristiane Cardoso, para que sirva de reflexión
Abre su boca con sabiduría, y la ley de clemencia está en su lengua.
(Proverbios 31:26)
Seguramente ya has conocido a alguien que era extremadamente inteligente, que tenía todas las respuestas y que sabía lidiar con casi todo en la vida, pero siempre que estabas cerca te causaba una sensación incómoda.
Hay muchas mujeres sabias por ahí. Ellas siempre tienen un discurso para cada situación y, cuando dices algo equivocado (lo que siempre sucede con aquellas que no están “en su mismo nivel”), te miran con desdén. Son demasiado buenas para nosotras. Dicen que son humanas y que están llenas de fallas, pero no creo que realmente piensen así.
La Mujer V es sabia, pero su sabiduría no hace sentir mal a nadie, pues también es gentil. El versículo anterior nos muestra algo extraordinario: la sabiduría tiene mucho que ver con la manera en la que hablamos y con la clemencia. Siempre pensé que para ser sabia necesitaría saber qué hacer, cómo comportarme y cómo lidiar con la vida. Pero, según este versículo, la sabiduría está unida a la manera en la que hablamos.
La Biblia dice que “de la abundancia del corazón habla la boca”, (Lucas 6:45). Eso nos hace concluir que toda la sabiduría que tenemos fluye a través de nuestra boca, y no necesariamente de nuestras actitudes. No significa que podamos comportarnos mal, pero sí que el primer punto de contacto de sabiduría de una mujer son sus palabras.
La Mujer V habla con sabiduría, y, por eso, habla con clemencia; ella es dulce. Ahora, vamos a invertir la frase: La “NO Mujer V” habla tonterías, y por eso habla con dureza; está amargada.
Las personas tristes están siempre mirando a los demás de manera triste. Están tan frustradas con sus propias vidas, que la única manera de que se sientan mejor es mirar a las personas a las que les está yendo bien, y criticarlas, odiarlas y tirarlas abajo. Todo es motivo de crítica a los ojos de aquellas que son infelices consigo mismas.
Cuando una madre le grita a su hijo después de tropezar con un juguete en el medio del living… Cuando una esposa se enoja porque el marido no la ayuda con las tareas del hogar… Cuando una mujer pone los ojos en blanco al recibir la llamada de una amiga en un momento inadecuado… Le gustaría no preocuparse con esas cosas, o, por lo menos, saber cómo lidiar con ellas, pero no lo logra; ya lo intentó, pero falló.
¿Cómo vences eso? Es simple, pero no fácil. Es absolutamente practicable; no necesitas un manual, basta hacer lo opuesto a lo que tienes ganas de hacer. Si los zapatos en el medio del living están implorando que pierdas la paciencia, no les des el placer. Recógelos y colócalos en su debido lugar.
Muy simple, ¿no? Es así como debes actuar en relación a todo lo que venga de ahora en adelante, teniendo una actitud positiva, dejando la amargura de lado.
Cuando actúas de manera negativa terminas atrayendo reacciones negativas. Por ejemplo, el niño te da vuelta los ojos y te da una respuesta que va a enojarte, el marido siente que su masculinidad está siendo amenazada por tu falta de respeto y por eso te deja hablando sola… Siembra semillas negativas y recogerás frutos negativos.
En el instante en el que hablas un poco más alto, la otra persona tiende a querer hablar aún más alto. Dale motivos a una persona para que se aburra de ti, y ella ya no va a concentrarse en sus propios errores, que fue exactamente donde todo empezó.
Sé una persona dulce. En vez de pagar con la misma moneda, deja las diferencias de lado y coloca una piedra arriba. No siempre tienes que vencer en una discusión. No siempre necesitas decirle a las personas que se equivocaron. No siempre necesitas señalar los defectos de los demás. Y ciertamente no necesitas reclamar, a fin de cuentas, ¿no está más que probado que cuanto más te quejas, menos escuchada eres?
Proverbios 19:13 retrata eso de una manera muy interesante, diciendo: “gotera continua las contiendas de la mujer.”.
Si ya te ha molestado una canilla goteando, entonces tienes idea de cuán irritante es cuando una madre no para de quejarse de sus hijos sobre su desempeño en la escuela, por ejemplo. O de cómo un marido se siente cuando, al llegar del trabajo a casa, su esposa empieza a quejarse de las cuentas que hay que pagar, o por el hecho de ser la única que hace las cosas dentro de casa, y así sigue.
Esto no significa que ella no tenga motivos para reclamar, el problema es que suena como una gotera continua. Nadie quiere oírla, nadie quiere prestar atención a sus necesidades. La familia hace de todo para evitarla.
Yo tenía la costumbre de quejarme por todo, y sé que esa, en realidad, no es nuestra intención. Queremos que las cosas sean hechas y, ya que no somos oídas cuando hablamos la primera vez, empezamos a decir todo nuevamente hasta que alguien finalmente nos escucha. Pero, infelizmente, durante ese proceso, perdemos nuestra dulzura y nos convertimos en aquella esposa o madre molesta que la familia tiene que soportar todos los días.
Mi esposo trabajaba duro todos los días, y el poco tiempo que le sobraba para mí, lo usaba para dormir, lo que me irritaba mucho. Yo quería salir, conocer cosas nuevas, ir al cine… y él quería descansar. La escena se repetía todas las semanas: o yo me quejaba o hacía comentarios que eran verdaderos golpes bajos, de aquellos de los que somos expertas en hacer. Mientras él, o me daba el tratamiento del silencio, o me sacaba a pasear con unas tremendas malas ganas. Yo me sentía muy mal en ambos casos, pero no me sabía expresar de otra forma a no ser de aquellas dos. Y continuó así durante algún tiempo, hasta que reconocí mi error. Fue difícil admitir que estaba equivocada en intentar tener un tiempo de calidad con mi marido. Nosotras, las esposas, ¿no merecemos eso? Pero ese no era el problema, no era eso lo que estaba mal. El problema estaba en mis reclamos, en la resistencia constante a la voluntad de mi esposo.
Empecé a presentarle esa situación a Dios y, a cambio, Él me mostró como conseguir lo que yo quería sin quejarme. Primero, paré con los reclamos. Después, pasé a hacer las cosas que mi marido quería y me quedaba en casa sin esa cara de enojada y sin lamentarme. Algunas semanas después (eso mismo, sólo llevó algunas semanas), mi marido estaba intentando agradarme. Él pasó a tomar la iniciativa de llevarme a pasear, y hasta divertirse también.
Decidí ser dulce y gentil con mi marido y eso fue lo suficiente para que él sintiera el deber de ser también dulce y gentil conmigo.