Se cuenta que hace muchos pero muchos años, en la costa del Mar Mediterráneo, una de las regiones más hermosas del planeta, con un clima agradable, había un reino feliz y muy bien gobernado por un rey noble, cuya sabiduría y bondad excedían a los más elocuentes elogios.
“Su Majestad” era también un hombre muy temeroso de Dios, y fue por eso que decidió hacer todos los esfuerzos necesarios para construir una gran catedral en la parte más noble de la capital de su reino.
Como no era un país rico, al rey le llevó muchos años poder conseguir los recursos necesarios para su obra. Su alegría era inmensa porque su sueño era dejar construido el gran templo.
Su objetivo era posibilitar a las personas de fe de su reino un lugar donde pudiesen reunirse en la presencia de Dios y, juntas glorificarlo y buscar sus maravillosas e infinitas bendiciones.
El lugar que había elegido estaba en el centro de la capital del reino. Era de fácil acceso, y las torres del lugar, una vez levantada, podrían ser observadas desde lejos, ya que el terreno era alto y no había montañas que obstruyesen la vista.
Las previsiones para esta obra eran notables. Los ladrillos, la madera, las piedras de granito y mármol, los vidrios y todo el herraje, las herramientas y los planes, todo era lo mejor que se podía obtener en esa época.
Cuando pasaron las fuertes lluvias de verano, el rey, cuidadoso, indicó que comiencen las obras, y que todo estuviese listo y terminado en un plazo de cinco años.
Todos los diseños fueron elaborados por destacados arquitectos que se esmeraban en cada uno de los detalles del edificio. Era una obra grandiosa. El rey había diseñado el altar según una inspiración de Dios y era de una belleza extraordinaria.
La obra se desarrollaba según lo planeado. Cada día subían los albañiles, dandole forma a esa catedral tan bonita. Un día, el rey decidió visitar el lugar y ver como iban las obras. Para poder observar con toda libertad y evitar cualquier desconcierto o atraso por su presencia a los trabajadores, el rey se vistió con ropa común, se colocó un sombrero que le cubría parte del rostro y, sin alarde, partió temprano en dirección a la construcción. El ruido de las herramientas y el movimiento de los operarios eran percibidos a distancia.
Después de rodear el lugar y observar cuidadosamente todas las tareas que eran realizadas en ese momento, “Su Majestad” se acercó a uno de los albañiles y le preguntó, sin rodeos:
– ¿Qué está haciendo?
El hombre le respondió:
– Estoy trabajando para levantar esta pared y así ganar el dinero que necesito para vivir. Soy pobre, tengo muchos hijos, y esta es la manera que tengo de ganarme la vida.
El rey disfrazado, se despidió y se dirigió a otra parte de la obra, donde encontró a un carpintero que se ocupaba de clavar maderas.
El rey le hizo la misma pregunta que al albañil, a lo que el hombre respondió:
– Estoy preparando una puerta, ya que en la vida no tuve la suerte de tener padres ricos que pudiesen costear mis estudios para que fuese doctor. Es triste tener que hacer trabajo pesado porque no tengo condiciones de conseguir un empleo mejor – respondió el carpintero.
Más adelante, el rey se detuvo delante de un señor que, aunque tenía una edad avanzada, se empeñaba en una ardua tarea. Parecía incansable y trabajaba con inmenso placer.
El rey admirado se aproximó y le hizo la misma pregunta que a los otros dos operarios.
– Estoy construyendo la Casa de Dios – respondió de pronto ese trabajador.
– Muy bien, señor. Ahora encontré a alguien en quien puedo confiar. Su trabajo viene de su corazón, es motivado por el amor y tengo certeza de que, trabajando así, Dios va a bendecir sus manos, para que todo lo que haga quede bien.
Hoy yo lo elijo para ser el encargado de la parte más importante de la catedral, la construcción del altar que Dios me inspiró a hacer, exclamó el rey.
Esta historia antigua muestra bien la diferencia que hay entre los corazones de los hombres. La pobreza del primer operario era mucho más que la falta de dinero. Su pobreza de alma no le permitía ver que la pared que construía era de la Casa de Dios, y que, por lo tanto, era un privilegio trabajar en ella. Solo eso hacía un hombre rico y bendecido.
La tristeza del segundo operario era mucho más que el trabajo pesado. Su tristeza de espíritu le impedía alegrarse con el hecho de que sus manos servirían para construir la Casa de Dios, lo que por sí solo era el más honroso de los trabajos.
Así, muchas veces perdemos grandes oportunidades de alcanzar las bendiciones de Dios. Él a través de nuestras actitudes diarias, prueba nuestro corazón y nos elige o rechaza para hacer Su obra en este mundo.