Un sacerdote temeroso de Dios y dedicado a las cosas del templo (Lucas 1:5-8), así era Zacarías. Sin embargo, cierto día, cuando estaba en la presencia del Señor presentando incienso (ofrendas), se le apareció un ángel, y se quedó pasmado y tuvo temor (Lucas 1:9-12).
El ángel le dijo a Zacarías que no tuviera miedo, que su oración había sido atendida: Dios le daría un hijo (Lucas 1:13-14) ya que, hasta ese día, su esposa Isabel, era estéril (Lucas 1:7). Pero la incredulidad llenó su corazón. Ante sus ojos, eso era algo imposible, pues los dos ya eran ancianos (Lucas 1:18).
Zacarías, aun siendo un siervo de Dios y escuchando la promesa en relación a su futuro hijo, no podía creer (Lucas 1:15-17). En ese momento, la fe –o la ausencia de fe– de Zacarías fue lo que el Señor tuvo en cuenta. Él conoce el corazón de cada uno, independientemente de lo que se realiza “aparentemente” en Su casa. Por eso, Zacarías se quedó mudo, hasta que la promesa de Dios se cumpliera en su casa, con el nacimiento de su hijo, Juan el Bautista.
Esperar que suceda
A Zacarías le faltó esperar que suceda. Un ángel enviado por Dios le comunicó la promesa (Lucas 1:19) y, aun así, dudó de que ese milagro pudiera realizarse.
A veces, es mejor quedarse callado que dudar de las promesas de Dios. Es mejor esperar que todo se concrete antes de criticar, de juzgar, de señalar con el dedo. ¿Cuántas personas juzgan y fuerzan las cosas para que todo salga mal al ver que alguien tuvo una actitud de osadía?
“… porque de la abundancia del corazón habla la boca.”, (Lucas 6:45), y Zacarías estaba lleno de incredulidad en su alma.
Que la falta de fe no impida que las promesas del Señor lleguen, aunque para eso Dios lo calle de alguna manera. Lo que importa es creer y esperar que todo se cumpla, en Su tiempo, independientemente de lo que sus ojos son capaces de ver.
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