La conciencia es la expresión más profunda del alma, que hace distinguir el bien del mal, que aprueba o reprueba nuestros actos, que hace crear en nosotros un sentimiento del deber de practicar determinadas actitudes de acuerdo con nuestra educación espiritual.
La conciencia cristiana es fruto de una vida en la presencia de Dios y produce, necesariamente, un carácter cristiano. Job dijo: “… mientras viva, no me reprochará mi corazón” Job 27:6
Y ésta es la razón por la cual el Señor lo honró, diciendo: “¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?” Job 1:8
Porque Job mantenía la conciencia pura, su vida era pura, teniendo en cuenta que la conciencia es el termómetro que mide nuestra espiritualidad.
¿Qué nos lleva a mantener la conciencia impura y cuáles son los resultados de esto?
El pecado es la única fuente de una conciencia impura. Todas las veces que hacemos algo contrario a la voluntad de Dios, algo que ofende al Espíritu Santo, que habita en nosotros, inmediatamente nuestra conciencia comienza a acusarnos.
Cuando la conciencia nos acusa es como si la mano de Dios estuviese pesando sobre nuestra cabeza. Fue de esta manera que David se expresó, cuando dijo: “Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano.” Salmos 32:4
Cuando la conciencia acusa e incomoda es porque existe, de hecho, una impureza en el corazón, lo cual trae consigo la duda, la incertidumbre y la falta de fe.
Por ejemplo, si el cristiano comete una falta o un pecado, entonces enseguida la conciencia lo acusa de dicho pecado. Cuando tiene la necesidad de usar su fe para cualquier cosa, aquel pecado florece en su mente, dando salida a las dudas referentes a su propia fe, que permanece inoperante.
En esa condición, de nada le vale al cristiano querer recibir de Dios alguna respuesta, apuntando a la Sagrada Escritura, porque la oración de fe queda manchada por la mala conciencia.