El Rey David afirmó: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día, porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano. Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al Señor; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Por esto orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado; ciertamente en la inundación de muchas aguas no llegarán éstas a él.” Salmos 32:3-6
Aquí está la clave de la puerta de una conciencia limpia: la confesión de los pecados. Pero no basta la confesión solamente a Dios, porque es simple y fácil cometer pecados y más pecados y confesarlos a Dios, que naturalmente, siempre perdona. El problema es que el pecado confesado solamente a Dios puede facilitar que se cometa otra vez el mismo pecado y otros más.
No obstante el pecado confesado a Dios sea perdonado, pueden existir personas que fueron víctimas de aquel pecado, o pecados, y que también necesitan oír la misma confesión.
Si eso no sucede, el pecador es perdonado por Dios, pero no por la persona, víctima del mismo. De ese modo, él pasa a tener un débito con el diablo, que a través de la víctima, busca hacer que el pecador se sienta avergonzado.
Si el cristiano, por ejemplo, comete adulterio y, arrepentido de este pecado, desea limpiar la conciencia, necesita no solamente confesar su pecado a Dios, sino también a las personas involucradas directa o indirectamente, como su cónyuge, para que el diablo no tenga nada de qué acusarlo.
Si el adúltero es un ministro del Evangelio, existe la necesidad de confesar su pecado primero a Dios, después a la mujer con quien pecó, después a la propia esposa y, finalmente, a su líder espiritual, que representa la Iglesia.
Si por acaso el pecador es el líder espiritual, entonces, para que él tenga la conciencia totalmente limpia, precisa confesar su pecado a Dios, a la mujer con quien pecó, a su esposa y, finalmente, a toda la Iglesia, a través de sus pastores.
El camino de vuelta a la plenitud de la sana conciencia es muy arduo y difícil; por eso mismo, no son pocos los que aciertan la vuelta y, de alguna manera, intentan encaminar sus vidas, pero en vano; porque el diablo sabe de nuestros pasos y siempre aguarda nuestra derrota con ansiedad.
Si la confesión solamente a Dios resolviese el problema, entonces, ¿cómo quedarían las personas que fueron víctimas de nuestros errores? La conciencia pura es siempre identificada por la paz del Señor Jesucristo, de acuerdo como está escrito: “Y la paz de Dios gobierne en nuestros corazones.” Colosenses 3:15
Si deseamos mantener nuestra conciencia limpia, necesitamos estar siempre en paz con Dios y con nuestros semejantes, especialmente con los hermanos de la fe; y jamás dejar acumular pecados, sino siempre confesarlos, porque cuando la persona confiesa los pecados es como si estuviese arrancando de dentro de si misma, la suciedad y toda la inmundicia. Si no hay una confesión total es porque no hay limpieza total; y el resto de inmundicia que permanece, va a crecer y transbordar nuevamente, y cada vez con mayor intensidad, cada vez peor…
El Espíritu Santo afirma: “Si pecamos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la ley de Moisés, por el testimo-nio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que recibirá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tenga por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, y ofenda al Espíritu de gracia?” Hebreos 10:26-29