Los filisteos estaban cada vez más fuertes en el enfrentamiento a Israel. Los judíos creyeron que la derrota se debía a la ausencia de un rey que los representara. Un rey humano, claro, figura importante en la política nacional e internacional de la época. Un monarca significaba poder, prestigio, alguien que protegía al pueblo.
Aun teniendo a Dios delante de ellos, los israelitas clamaban por un rey de carne y hueso y presionaron a Samuel respecto a eso. Aunque el profeta les advirtió sobre los riesgos del pedido, el pueblo insistió.
Samuel, a su vez, creyó mejor consultar a Dios sobre el caso. El Señor lo condujo a un hombre que tenía un gran potencial para el cargo. Saúl era el mejor, en aquel momento. Joven, imponente, fuerte y, al principio, humilde, parecía tallado para el papel. Más allá de esas características, Dios lo mejoró aun más (1 Samuel 10:9), y él fue ungido como rey.
La ilusión de la autosuficiencia
Al comienzo, Saúl comandó con mano fuerte, y comenzó a mostrar bastante resistencia a los filisteos, lo que agradó al pueblo. Pero, de victoria en victoria, el poder se fue subiendo a la cabeza del rey. Él comandó la transición entre una federación de tribus medio dispersas en una nación monárquica gobernada por una dinastía que se iniciaba. El éxito hizo que se juzgara superior, más sabio incluso que Samuel – como era de esperarse, Saúl rechazaba sus consejos.
Al revés de David – quien falló mucho, pero reconocía sus errores – Saúl tenía una triste tendencia de culpar a los demás por sus derrotas. El propio Samuel fue hasta el rey para informarle que, en su arrogancia, se apartó de Dios; al mismo tiempo, Samuel también se apartó del monarca (1 Samuel 13:13-14).
Samuel era de la opinión de que aun no era hora de que Israel tuviera un rey, justamente por los riesgos que se hicieron realidad. Sin embargo, de tanto clamar, el pueblo fue atendido por el Padre. No había nada de malo en que los hebreos anhelaran un monarca, un líder fuerte y altivo, pero lo querían por los motivos equivocados. Cada vez que un rey andaba según los deseos de Dios, la nación gozaba de prosperidad y otras bendiciones. Cuando el líder se creía mayor que la voluntad del Señor verdadero, todo el pueblo lo pagaba caro.
Samuel, conforme a la voluntad de Dios, vio a un humilde pastor de la familia de Jesé levantarse en medio del pueblo. David sería, en poco tiempo, el nuevo monarca. Saúl caía cada vez más. Y el profeta falleció.
Franqueza en la fe
Saúl llegó al extremo de, apartado del Señor, apelar a una médium para hablar con el fallecido Samuel. No aceptó sus consejos en vida, y buscó hablar con un muerto, algo completamente contrario a lo que era determinado al pueblo de Dios. En lugar del éxito que esperaba, ante tan absurdo intento, fue duramente reprendido (1 Samuel 28:3-20). Su intento de comunicarse con alguien que ya murió mostró cuan débil era su fe, cuan apartada estaba su vida del Creador, que le ofrecía mucho más que la “ayuda” de difuntos.
El arrogante Saúl, después de innumerables equivocaciones y persecuciones a David (principalmente por envidia), murió vergonzosamente en batalla, lanzándose sobre su propia espada al ver que la derrota era inminente, pero no sin ver antes a su primogénito, al fiel y valiente Jonatán, perecer en sus brazos (1 Samuel 31:1-6).
El gran error de Saúl fue creerse tan autosuficiente y tan glorioso, así fue que perdió la oportunidad de una relación directa y personal con el propio Dios, algo a lo que todos nosotros, nobles o plebeyos, tenemos derecho. Pero sólo gozamos de Él, si lo buscamos.