“El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho el Señor.” Proverbios 20:12
Parece una frase muy banal, ¿no es cierto? Quien la lee rápidamente, es muy probable que después diga: “¡Claro que los ojos son para ver y los oídos para oír!” Pero, si usted lee atentamente ese versículo, verá que, por más que parezca obvio, es más profundo que un simple pleonasmo del rey Salomón.
Porque mirar involucra mucho más que ver, y requiere una buena dosis de observación, así como para oír se necesita un buen oído, atento y comprensivo.
Es como en las fotos. Algunas son tan expresivas e impresionantes que pensamos en la manera en que el fotógrafo logró tener esa esencia para tomarla. En ese instante él practica el mirar. El fotógrafo dirigió sus ojos para ver lo que quería ver. ¡Listo! La imagen digital aparecerá en la pantalla de la computadora.
Cuando estamos tan aburridos de todo lo que sucede y destinamos un día para dar un paseo en la plaza. Por más que los cantos de los pájaros compitan con las bocinas de los autos, si ponemos los oídos a trabajar, oiremos al sonido maravilloso que viene de la naturaleza, y lo majestuosa que ella puede ser, aunque esté acorralada entre edificios y casas.
Así también sucede cuando usamos esos dos órganos del cuerpo en beneficio del otro. Porque cuando nos detenemos a mirar los detalles de nuestra vida, comenzamos a valorarla más. Cuando dedicamos un tiempo para analizarnos a nosotros mismos pasamos a conocernos mejor e identificar nuestros errores y lo que podemos hacer para mejorar. Cuando observamos a alguien alrededor nuestro reconocemos sus esfuerzos, sus cualidades, además de sus necesidades y no solo sus defectos.
No es simplemente cuando escuchamos al otro que este versículo pasa a tener un significado aún mayor. Porque nos hace reflexionar francamente y nos pregunta entrelíneas si nuestros oídos están realmente oyendo el gemido de dolor del otro, si estamos logrando escuchar con precisión el llamado de nuestro prójimo, el grito de auxilio que todos los días él emite, o la Voz de Dios que habla con nosotros en todo momento.
Medite en eso: ¿sus ojos están viendo lo que, de hecho, deben ver? Y, ¿sus oídos están atentos para oír y comprender a quien necesita desahogarse?