La posición de los seguidores del Señor Jesús conlleva tanta importancia y autoridad que es difícil que las personas lo puedan imaginar, pues piensan que nosotros, los cristianos, debemos ser pisoteados, maltratados y ofendidos sin tomar ninguna medida al respecto.
Sin embargo, cuando Jesús dijo: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5:3), lo que quería decir es que ser humilde de espíritu es subordinarse a la voz del Espíritu Santo. Cuando Pedro tomó la espada y le cortó la oreja al siervo del sumo sacerdote, el Señor Jesús lo reprendió diciendo: “…Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán.”, (Mateo 26:52).
La espada que nosotros debemos tomar es la del Espíritu, que es la Palabra de Dios, para que a través de ella asumamos nuestra posición ante el mundo como Sus hijos.
En todos los sentidos nosotros, los cristianos, jamás debemos ser derrotados, principalmente, por el pecado. Observe el ejemplo del Señor Jesús: Él nunca fue derrotado. También debemos ser victoriosos en todas las circunstancias y, a través de la fe en Su Palabra, tener las condiciones para vencer los desafíos que el mundo nos presenta.
Al ser tentado por satanás en el desierto, Jesús dijo: “… Escrito está…”, (Mateo 4:4). Tres veces fue tentado y venció con la espada del Espíritu, con la Palabra de Dios. Ahora, Dios nos colocó en este mundo, nos posicionó con Su autoridad para que hagamos exactamente como el Señor Jesús.
Observe, también, que Él jamás le dijo a Sus discípulos que oraran por los enfermos, sino “Sanad enfermos…”, o que oraran por los endemoniados, sino “… echad fuera demonios…”, (Mateo 10:8).
Esa autoridad que el Espíritu Santo nos concede, independientemente del grado de instrucción, cultura, raza o posición social.
El apóstol Pedro era un humilde pescador, sin embargo, su sombra curaba enfermos: “… tanto que sacaban los enfermos a las calles, y los ponían en camas y lechos, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos.”, (Hechos 5:15).
Una vez, cuando un cojo de nacimiento pedía limosna en la puerta del templo que se llama la Hermosa, Pedro le dijo: “… No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.”, (Hechos 3:6).
En el Antiguo Testamento, Dios le ordenó a Moisés: “Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.”, (Éxodo 3:10). Entonces dijo Moisés al Señor: “… ¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua.
Y el Señor le respondió: ¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo el Señor?
Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar.
Y él dijo: ¡Ay, Señor! envía, te ruego, por medio del que debes enviar.
Entonces el Señor se enojó contra Moisés, y dijo: ¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla bien? Y he aquí que él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su corazón.
Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer.”, (Éxodo 4:10-15).
Lector, Dios le otorgó a Moisés la misma autoridad que Jesús le dio a sus discípulos: “… pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo…”, (Hechos 1:8). Cuando determinamos algo con autoridad, por la fe, con intrepidez, sin una pizca de duda, estamos asumiendo la posición de Jesús, pues está escrito: “… El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre.”, (Juan 14:12).