Está rodeado por decenas de niños, pero se siente solo. Observa las corridas, los gritos, los caídas y los juegos. Quiere ir hasta allá, jugar con los otros, pero no puede. Una fuerza invisible lo ata al banco. Ve la pelota delante de él, pero no se arriesga a patearla. Les puede parecer mal, aunque no sepa por qué. Así es también cuando quiere decir algo. Tiene certeza de que no va a gustar. Piensa si algún día va a librarse de eso que llama vergüenza, pero no logra imaginar un futuro así. Entonces, espera ansiosamente que el timbre suene, así regresa al aula, donde solo necesita hablar cuando la profesora se lo pide y nadie va a juzgarle por eso.
El niño no sabe explicar, pero lo que siente no es una simple vergüenza, es algo estudiado por el psicoanálisis desde el comienzo del siglo XIX, cuando Adolf Adler publicó artículos sobre la inferioridad orgánica y, poco después, psicológica.
De acuerdo con Adler, todos los niños, desde la más tierna edad, tienen un sentimiento de inferioridad natural que puede ser trabajado cuando es un sentimiento moderado, pero que también puede ser negativo cuando no encuentra la educación adecuada.
“Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten.” Colosenses 3:21
De manera simplista, un niño posee, psicológicamente, varios vasos de barro, donde guarda cada consecuencia. Cuando un padre reta a su hijo porque mordió a su hermano, él automáticamente coloca ese gesto en el vaso de cosas malas. Todo lo que fuere malo de allí en adelante será puesto en ese mismo vaso. Y así su noción de lo que es malo será formada.
De la misma manera se forma su autoestima. Cada vez que la madre no mira al bebé cuando lo amamanta, cada vez que el padre se queja de la manera en que se expresa, cada vez que su hermano se ríe de él, construye una autoimagen negativa. Todas las relaciones del niño deben ser cuidadosas, pues invariablemente formará al adulto.
“…Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, (Marcos 15:34).
Las palabras, que también están en Mateo 27:46 y Salmos 22:1, fueron dichas, respectivamente, por los escogidos de Dios, Jesús y David. No es necesario decir que la fe de los dos es incuestionable.
En momentos difíciles, muchas veces, vacilamos y cuestionamos la voluntad de Dios. Pero si Jesús dijo: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14:27), ¿cómo podemos esperar la salvación sin pasar por desiertos?
El desierto del que estamos hablando es capaz de causar un gran sufrimiento. Poseer una autoimagen negativa, baja autoestima, sensación de incapacidad, hace la vida miserable. Las personas se someten a empleos que no las satisfacen, aceptan relaciones amorosas humillantes, pierden la capacidad de construir amistades, presentan perspectivas negativas sobre cualquier asunto. Todos esos son problemas causados por una fuente en común y, siendo así, poseen una sola solución, la fe.
“… Por la noche durará el lloro,?Y a la mañana vendrá la alegría.”, (Salmos 30:5).
La ayuda espiritual que Dios ofrece es el mejor de los remedios. Es necesario reevaluar la visión del mundo. Actuar sobriamente y buscar apoyo en la certeza que viene de la Palabra. “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” 2 Timoteo 1:7
Cuando el espíritu de esas palabras es absorbido, el miedo y la inferioridad son eliminados.