Reconocer un error, pedir perdón, arrepentirse y reconocer que no actuó de manera coherente no son tareas sencillas. Para algunos, eso es sinónimo de humillación, de rebajarse ante el otro. Sin embargo, en realidad, es lo contrario: es crecimiento personal, espiritual, además de testimonio del amor de Dios en nosotros.
Pero, para tener esa actitud es necesario tener coraje, desprenderse del orgullo y recordar que todos podemos equivocarnos. ¿Y si los papeles fueran intercambiados, usted seguiría con ese rencor o se sentaría con la persona para resolver el asunto?
El mal de la humanidad en este siglo es el egoísmo, el orgullo. Las personas no quieren pensar en el prójimo. Es mejor decir: “Lo dije y lo diría de nuevo” o “Sería bueno que ella aprenda algo”. La humildad está siendo olvidada y sofocada por la falta de amor al prójimo, por la mezquindad de pedir perdón.
Es necesario ir a contramano de todo ese pasado, de ese rencor y egoísmo que se encarga de la humanidad. Y eso no es sencillo. Admitir un error es como admitir “no soy tan maduro como me imaginé que era” o, “necesito mejorar en muchas cosas como persona”.
Realmente es difícil pedir perdón, reconocer para sí mismo y para el otro que uno es pecador, pero es liberador hacerlo. Es un peso que sale de sobre los hombros, un malestar interior que desaparece, un alivio.
Por lo tanto, si usted sabe que le hizo mal a alguien, habló mal, actuó de manera equivocada, maleducada, fue falso y no dio testimonio de quien es Dios en su vida, no pierda tiempo, llame a esa persona y reconozca su naturaleza humana. No para avergonzarse, sino para reconocer y honrar el nombre de Jesús.
“Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho.” Santiago 5:16