La viuda no cree más en Elías. Piensa que las palabras de su boca son falsas.
“Señor, Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él.”
Elías se inclina sobre el cuerpo hueco del inocente niño. Llora por su muerte y se pregunta por qué carga consigo tanto dolor, esparciéndolo a quien sea que este cerca.
En el piso de abajo, la madre del niño está llorando. La casa, que nunca estuvo llena de muebles, ahora también está vacía de alegría. El silencio es pesado y cae sobre sus ocupantes. Aunque solo estuvo allí los últimos días, Elías sabe cuán penosa es la pérdida.
Entonces se inclina sobre el cuerpo del niño una vez más. Y cuestiona a Quién lo mandó hasta allí: “Señor, Dios mío, ¿aun a la viuda en cuya casa estoy hospedado has afligido, haciéndole morir su hijo?”
La viuda perdió su último pariente. Ahora está solita en el mundo. Por recibir a un hombre desconocido; darle de comer y beber a alguien que lo necesitaba, fue castigada. “¿Qué tengo yo contigo, varón de Dios? ¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo?”
No. Elías no fue hasta ella para llevarle desgracia. Sino que fue, enviado por Dios, para comer y beber y cobijarse allí durante el período de la sequía. Si en la tierra nadie tenía comida, ni siquiera aquella viuda, el Señor multiplicó la harina que tenía en la casa, para que todos se alimentaran.
Por eso Elías, profundamente triste, se volcó sobre el frío cuerpo por tercera vez y pidió: “Señor, Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él.
El cierre de la boca de Elías es acompañado del abrir de los ojos del niño. Y así, la madre del niño sabrá que Elías es un hombre de Dios y que la Palabra del Señor es verdad en su boca.