Zacarías salió chocando sus piernas. Apenas lograba mantenerse en pie, mucho menos caminar. Nos miraba como si no nos estuviera viendo. Su pensamiento volaba lejos, al mismo tiempo que parecía luchar para mantenerse lúcido. Su rosto, tan pálido como era posible, soltaba una reacción de horror y miedo o júbilo y sorpresa. No era posible decirlo.
En aquel tiempo, era común que uno de los hombres entrara en el Templo antes que todos los demás. Ese hombre era escogido de acuerdo a su turno y llenaba el lugar con perfume de inciensos, a fin de purificar y preparar el terreno donde todos pudiéramos orar tranquilamente.
Zacarías era de edad avanzada, al igual que su esposa Isabel, hija de Arón. No tenían hijos, pues eran estériles. Todos lo sabían y el matrimonio se entristecía profundamente. “Cuando yo muera, mi nombre morirá también”, lamentaba Zacarías. Aun así, practicaban las enseñanzas que Moisés había indicado desde que eran niños.
Bien, Zacarías no abusaba de bebidas atormentadoras ni había perdido su sanidad. Era un hombre fuerte, inteligente, que cargaba en su interior, ya hacía mucho, la amargura de no poder tener un niño suyo, un pequeño que continuara su nombre.
Cuando salió del Templo pisando en pozos y tropezando en escalones inexistentes, todos nos asustamos. Él no hablaba. Abría la boca y la cerraba. Abría y la cerraba. Abría y cerraba. Pero no salía nada de allí.
¿Por qué demorara tanto dentro del Templo? ¿Por qué no podía abrir la boca? ¿Qué espanto había tenido adentro? ¿Por qué veíamos tanta felicidad en su rosto y tanta perplejidad en sus facciones?
Nadie lo sabía hasta hoy… Él agitaba los brazos como si intentara encontrar el equilibrio en un desfiladero. Movía la cabeza sin decir nada con eso. ¿Qué haría que un hombre tan sano perdiera la lucidez en tan poco tiempo?
Muchos decían que había tenido una visión dentro del Templo. Algunos no sabían en qué creer y otro no creían en nada. Cuando migré de la ciudad de Aim Karim, esa fue la última noticia que tuve de Zacarías.
Eso fue hasta hoy, 29 años después, cuando Juan Batista, un hombre vestido con pieles de camello le hablaba a una pequeña multitud boquiabierta. Desde lo alto de su autoridad, él le aclaró al pueblo el misterio que me atormentaba hacía tres décadas: un ángel venido de parte de Dios lo anunció como hijo de Zacarías.
(*) Lucas 1:5-25