Los investigadores franceses que identificaron el VIH siguen en la búsqueda de mejores tratamientos.
Cuando los profesores Françoise Barré-Sinoussi y Luc Montagnier fueron contactados en el Instituto Pasteur, de París (Francia), en diciembre de 1982, para que ayudaran a identificar el agente responsable de una rara enfermedad detectada entre hombres homosexuales de San Francisco y Los Ángeles (Estados Unidos), ni siquiera habían oído hablar de ella. Sus víctimas, según los primeros reportes de comienzos de junio de 1981, sufrían neumonías atípicas, sarcoma de Kaposi -un cáncer de piel que se presenta en personas inmunodeprimidas- y un terrible deterioro general antes de morir.
Michael Gottlieb, médico de San Francisco, fue de los primeros en llamar la atención sobre los casos, que de inmediato generaron toda clase de especulaciones.
Nadie conocía con certeza su causa e incluso la prensa, con base en características del mal (como las manchas rosáceas en la piel y el que afectaba a homosexuales), la bautizó la Peste Rosa.
Poco después se detectó en inmigrantes haitianos, en drogadictos y en personas heterosexuales (incluidas mujeres) que habían recibido transfusiones de sangre.
Una vez fue clara la imposibilidad de detener su progresión en los pacientes, el Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades (CDC, en inglés), de Atlanta (EE. UU.), lanzó la primera alerta oficial sobre el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (sida).
Para el 3 de enero de 1983, los científicos franceses ya tenían el primer cultivo elaborado para aislar el patógeno, a partir de la muestra obtenida del ganglio de un paciente.
“Al cabo de algunos meses nos dimos cuenta de que se trataba de un virus, y que era nuevo. ¡Y ahí empezó la excitación! Todo pasó muy rápido (…). Sabíamos que se transmitía por vía sexual y sanguínea. Había un sentimiento de urgencia, una necesidad de reaccionar con rapidez”, cuenta Barré-Sinoussi.
Y aunque para ellos era urgente tomar medidas para contener su avance, Montagnier sostiene que experimentaron una sensación de aislamiento. “Los resultados que teníamos eran muy buenos, pero no fueron comprendidos por el resto de la comunidad científica, al menos durante un año, hasta el momento en que Robert Gallo confirmó nuestros hallazgos en EE. UU. Fue muy frustrante, sabíamos que teníamos razón y chocábamos contra un muro”, dice.
Al tiempo que la ciencia trataba de dar una respuesta, el virus se extendió por todo el planeta casi tan rápido como el rechazo y el estigma hacia quienes lo padecían o hacia quienes, como los homosexuales, podían ser sus víctimas potenciales.
James Curran, funcionario de los CDC de Atlanta que lidió con esos primeros casos, recuerda que fueron años de incertidumbre: “Primero lo negamos, quisimos dejarlo pasar; después cundió el pánico y llegaron las dudas sobre cómo hacerle frente. Y en los últimos tiempos nos hemos instalado en la complacencia”.
Cada vez más efectivos
El hecho de que se tratara de un virus hizo pensar a investigadores de todo el mundo que sería posible dar con una vacuna, pero no pasó mucho tiempo antes de que los grupos dedicados a buscarla se dieran cuenta de que este era cambiante y complicado.
Sus características inusuales generaron otro temor entre los investigadores: como afecta directamente las células blancas, destinadas a combatir las infecciones, se pensaba que al estimular el sistema inmunológico con las vacunas se produjera un aumento de glóbulos blancos, que, a la larga, aumentaría la multiplicación del virus, con lo que se empeoraría la situación del enfermo. Estas dificultades llevaron buscar otras soluciones. La primera consistió en poner en marcha acciones y campañas de salud pública destinadas a prevenir la infección con el VIH entre la gente.
Para muchos analistas, la efectividad de esta estrategia puede medirse en términos del avance de la enfermedad: los casos de Estados Unidos se reprodujeron con rapidez por todo el planeta.
De acuerdo con el último Informe Mundial de Onusida, hoy hay más de 33 millones de infectados en el mundo, y cada año mueren por esta causa cerca de 2 millones de hombres, mujeres y niños.
La segunda solución se orientó a la búsqueda de antirretrovirales que impidan que el VIH entre a las células, que eviten su multiplicación o que lo eliminen del cuerpo. Algunos de estos fármacos ofrecen una protección tal que, virtualmente, han eliminado el virus del organismo y llevado a considerar el sida como una enfermedad más crónica que mortal.
Por eso, Barré-Sinoussi insiste en la importancia de detectar la infección tempranamente: “Hay que tratar de convencer a los potencialmente afectados de que hagan un diagnóstico lo más rápido posible para empezar un tratamiento a tiempo”.
Infortunadamente, de por medio está el problema de los costos. No solo es claro que los más pobres no pueden acceder a los mejores medicamentos (como los países del África subsahariana), sino que, al ritmo de 2,6 millones de nuevos infectados cada año, será imposible, para todos los sistemas de salud, cubrir el costo de esos tratamientos. Esa es la razón por la cual solo el 35 por ciento de los afectados en países en vías de desarrollo recibe tratamiento.
Qué viene
De acuerdo con los investigadores franceses -que en el 2008 recibieron el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento del VIH-, uno de los ejes esenciales de la investigación son los depósitos, linfa, médula ósea o tejidos donde el virus se agazapa a la espera de volver a salir cuando el paciente suspenda el tratamiento, lo que convierte al sida en una enfermedad incurable.
De hecho, Montagnier reconoce que “ahora, esta es un poco mi obsesión”.
Barré-Sinoussi imagina un tratamiento que “permitiría disminuir los depósitos del virus a un nivel indetectable” para que, en seguida, “la defensa inmunitaria tome el relevo para controlar esta infección”. La profesora recuerda que el 0,3 por ciento de los pacientes infectados desde hace más de 10 años “nunca ha recibido antirretrovirales y controla de forma natural su infección”.
En los laboratorios de África, el continente más afectado por la infección, Luc Montagnier y su equipo atacan los depósitos detectando “señales electromagnéticas que provienen del ADN de algunos virus” y que tratan de hacer desaparecer con sustancias vegetales “que tienen efectos antioxidantes e inmunoestimulantes (…). Hemos hecho un primer ensayo clínico prometedor”, afirma.