Ya habían pasado las 14hs., pero aún así había varias personas en el restaurante. Bete y Carla estaban almorzando cuando oyeron un gran ruido de lluvia. Minutos después, las dos pidieron la cuenta, pero era imposible salir del establecimiento. La lluvia caía demasiado fuerte.
Mientras esperaban, las amigas observaban el movimiento de la calle. No pasaban muchos autos, mucho menos peatones. Sin embargo, notaron a dos hombres negros caminando de un lado al otro de la calle. Uno de ellos vestía una bermuda de jeans gastada, una remera simple de tela blanca y ojotas, y el otro un pantalón jeans también gastado, una remera de tela oscura y zapatillas.
Bete y Carla vieron a esos hombres y enseguida se asustaron. “Deben ser delincuentes”, pensó una de ellas.
La lluvia aumentaba más a cada minuto, y el ruido que el agua hacía en la teja de la casa de al lado, impedía que las personas conversaran con más comodidad. El cielo estaba oscuro, a pesar de que la aguja que marcaba la hora del reloj no había llegado al número 15.
De repente, esos hombres dejaron de pasar por delante del lugar y, con la mitad del cuerpo mojado, entraron por la primera puerta del establecimiento, que separaba el patio de la vereda de la calle. Bete, Carla y algunos clientes que esperaban que el temporal pasase, tuvieron aparentemente miedo. Los hombres caminaban despacio y demostraban que querían entrar, pero se quedaron afuera.
Uno de ellos miraba hacia adentro, estiraba el cuello, movía la cabeza hacia el costado, cuchicheaba algo con el otro… Dos mujeres muy bien vestidas, que conversaban cerca de la puerta de vidrio, dejaron de hablar y los miraron desconfiadas. Dieron dos pasos hacia atrás y allí se quedaron, manteniendo distancia de esos “invasores”.
Ya la lluvia no daba tregua. Por esa razón o no, uno de los hombres salió corriendo hacia la calle. En el interior del restaurante, los clientes observaban atentos al posible próximo paso que los hombres darían.
– ¿Acaso son delincuentes?
– ¿Qué será lo que quieren?
Se preguntaban Bete y Carla preocupadas.
Como el hombre no salía de allí, el propietario vino a hablarle. Abrió la puerta y, solamente con la cabeza del lado de afuera, le preguntó algo. No se podía oír la conversación, pero, segundos después cerró la puerta. Y el hombre de bermuda permaneció del lado de afuera, apoyado en la pared.
La preocupación solo aumentó. “¿Sería un engaño? ¿Qué será lo que este hombre está armando?” Algunos clientes se miraban en un gran clima de suspenso.
Bastaron solo pocos minutos, y el hombre quedó completamente mojado. Apoyado en la pared, una de las manos en la cintura, miraba lejos, con la cabeza reclinada levemente hacia abajo. Y la camisa blanca, empapada, mostraba explícitamente las costillas de un cuerpo muy flaco. Él no miraba a nadie, tampoco levantaba los ojos en dirección al salón, donde los clientes esperaban.
Momentos después, un empleado apareció cargando dos cacerolas y se las entregó. El hombre le agradeció. Por primera vez las personas pudieron ver una breve sonrisa en su rostro.
Él agarró el alimento y salió corriendo debajo de esa fuerte lluvia, capaz de mojar cualquier ropa, pero que no logra lavar el prejuicio.
Para reflexionar
¿Cómo lidiamos con nuestros prejuicios? ¿Qué pensamos al ver a alguien mal vestido o maltrecho? ¿Juzgamos a las personas por la apariencia? Dios nos da una lección muy grande, cuando dice que el hombre mira lo exterior, pero Él, el interior.
Nuestro corazón es engañoso. Nos hace cometer injusticias y pensar mal de nuestro semejante.
Reflexione sobre su interior y vea si ha sido justo consigo mismo y con aquel a quien usted, quizás, juzga como inferior.