Sepa cómo la codicia de un hombre apartó a Dios de Su pueblo.
Josué llegó a la tribu de Judá y el tema se extendió como el fuego. ¿Qué cosa llevaría al juez de Israel a deambular por esas zonas, aun siendo de madrugada? Con seguridad, algo grave había sucedido. Después de todas las preocupaciones que le causaron las guerras, el líder del pueblo de Dios debe descansar para recobrar fuerzas. Pero aquella noche, él caminaba decidido por la tribu de Judá.
Aunque Dios estuviera con Israel desde la salida de Egipto, décadas antes, la nación terminó de perder una batalla relativamente fácil. Existe quien puede decir que fue un descuido o un exceso de confianza, pero Josué sabe la verdad: de alguna forma, ellos desagradaron al Señor.
En una simple casa, la noticia de que Josué llegó hasta la familia de los zeraítas preocupa al guerrero Acán, quien pierde el sueño. Él intenta convencerse de que el juez está allí por otro motivo, pero sabe que no es verdad. Por más que hizo su crimen con mucho cuidado, y aunque nadie estuviera cerca para atestiguar, el juez de Israel habla directamente con Dios, Aquel que sabe todo.
Los guerreros de Israel, en su camino santo hacia la Tierra Prometida, tienen una prohibición: guardar posesiones de los pueblos derrotados. Las batallas pueden ser sangrientas en algunas oportunidades, pero son maneras que el Señor usa para fortalecer a Su pueblo. La codicia es mal vista. Ningún guerrero puede tomar algo que fue del pueblo derrotado. Si un objeto tiene valor se lleva al templo.
Entonces, las náuseas y el sudor le avisan a Acán del tamaño de su pecado. Si los guerreros perdieron la última batalla fue porque Dios los abandonó. Y, si sucedió eso, la culpa es de Acán. La noticia de que Josué conversa con Zabdi, su abuelo, lo hace temblar de miedo.
Obedecer a Dios. Es todo lo que debe hacer el israelita. ¿Cómo fue posible que Acán creyera que podría esconder algo de Él? A los hombres es fácil mentirles. Pero a Dios, no. Nada pasa desapercibido a los ojos del Señor. Después de todo, ¿no fue Él Quien libró a Su pueblo de Egipto? ¿No fue Él Quien derrumbó la fortaleza de Jericó? Él lo sabe todo. Y ahora Josué también lo sabe.
Cuando Carmi irrumpe en la sala seguido por el juez, Acán se derrumba. Con mucho esfuerzo se apoya en la pared. Desde muy lejos, como si viniera desde el final de un pasillo oscuro y desierto, la voz alcanza sus oídos.
“… Hijo mío, da gloria al Señor, el Dios de Israel, y dale alabanza, y declárame ahora lo que has hecho; no Me lo encubras…”
“Verdaderamente yo he pecado contra el Señor, el Dios de Israel, y así y así he hecho.” Acán veía las palabras saliendo de su boca, pero no tenía control sobre estas. “Pues vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé; y he aquí que está escondido bajo tierra en medio de mi tienda, y el dinero debajo de ello.”
Lo que Acán vivió después de eso, lo vivió como un sueño. No sentía nada. Ni hablaba, ni pensaba. Solo lo presenciaba. Vio, con una visión borrosa, a los hombres de Josué encontrar su tesoro escondido. Vio cuando tomaron todo lo que tenía: los bueyes, a sus hijos, los asnos, el manto, las ovejas, a sus hijas y su tienda. Y llevaron todo al valle de Acor. Cada minuto demoró muchas horas en pasar. Cuando le tiraron la primera piedra, aun estaba en un estado de estupor.
Desde aquel día, Dios volvió a cuidar a Israel. Acán y todo lo que poseía fue apedreado y quemado, y de él, solo quedó la historia. Y todos los hijos de la nación saben que es posible esconderle nada a Dios.
(*) Josué, capítulo 7