Son increíbles los niveles que alcanzan el odio y la envidia en el corazón de los hombres, los cuales desprecian el mayor tesoro existente en el mundo: el amor de Dios.
En el desierto de Kazajistán, dos hombres, Shamir y Abdul, caminaban lado a lado, en la búsqueda de un oasis. Los dos habían sido ricos negociantes y, por tener sus bazares uno enfrente del otro, se convirtieron en terribles rivales, incluso siendo primos. En el deseo de ganar dinero, los dos hacían cualquier negocio: falsificaban mercaderías; se desorbitaban en los precios; estafaban en el cambio y evadían los impuestos, además de robarle a los empleados.
Era tanta la envidia entre los dos que ambos enviaron una carta a los fiscales del rey, denunciando las irregularidades del otro. Ambos fueron condenados y, por ironía del destino, antes que fuesen a parar a la cárcel, huyeron y se encontraron en la aridez del desierto.
A cada paso que daban, discutían, se acusaban, se acordaban de la riqueza que habían dejado atrás y entonces paraban. Se lamentaban y reconocían la estupidez de lo que habían hecho. Se ponían a andar de nuevo y, más hacia adelante, se estaban agrediendo otra vez.
Después de haber perdido toda una vida, a excepción de los malos sentimientos, lloraron en alta voz y clamaron a Dios por socorro. Entonces un ángel se les apareció y les dijo: “Shamir y Abdul, vine para salvarlos. Pídanme lo que queráis, ¡y os será concedido!”
Al oír eso, los dos explotaron de alegría, imaginando palacios, siervos y siervas, reinos, fortunas, comercios y, principalmente, cómo escapar de aquel desierto sin fin.
“Ustedes se destruyeron a sí mismos. Ahora, les doy la chance de que recuperen vuestras vidas. Tendrán, sin embargo, que aprender el segundo mandamiento de la Ley de Dios: ¡el amor al prójimo! Uno de ustedes pedirá lo mejor que existe en el mundo, y lo concederé; al otro, no obstante, le daré el doble, para que el deseo de uno bendiga aún más al otro”, explicó el ángel.
Así, comenzó otra vez la pelea, ¡mucho peor que antes! En segundos, estaban dando vueltas por el suelo, uno intentando forzar al otro a hacer el pedido. “¡Pide, miserable! ¡Pide o te reviento a golpes!, gritaba uno. “¡Nunca! Tú eres quien pedirá, aunque tenga que matarte, desgraciado”, respondía el otro.
Shamir, el más fuerte, prevaleciendo en la lucha, apretó el cuello del otro que, en ese instante, gritó el siguiente pedido: “¡Pido que me sea concedido el deseo de quedarme ciego de un ojo!”
Inmediatamente se oyó el grito desesperado de Shamir: “¡Abdul, maldito! ¿Dónde estás, desgraciado, que no te veo más?”
El amor al dinero es de hecho la raíz de todos los males, según dice la Sagrada Biblia, y la envidia que eso causa no tiene límites. Parece que para aquel que ama el dinero no le basta solo ser rico, sino que también quiere que los otros sean pobres. La derrota de los otros le trae más alegría que su propia victoria.
Es cuando nos alegramos y oramos por la victoria, no de los que nos aman sino de los que nos odian, que somos hijos del Altísimo. Él, por amor a la humanidad, que Lo despreció, dio aun así a Su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él crea no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3.16). Dios ama y, por eso, da lo mejor que tiene: ¡Su Hijo! El diablo odia y, porque odia, ¡roba!
[fotos foto=”Thinkstock”]
[related_posts limit=”7″]