Desde que fui levantada a obrera, siempre serví a Dios con dedicación y temor. Pero, hace algunos años, comencé a perderme, dentro de la obra, dentro de casa. Vinieron sobre mí varios problemas: familiares, financieros, problemas que me avergonzaron como obrera. Entonces, comencé a mirar hacia mis problemas, hacia mi vida y dejé de mirar a Dios. Así fue que todo comenzó, y dejé que la duda entrase.
Y como aprendemos: “Si por la fe conquistamos todo, por la duda perdemos todo”.
Comencé a dejar que los malos pensamientos me invadieran y hasta dominaran mi mente. Comenzó con un pensamiento de que no tenía el Espíritu Santo, después mi mente empezó a quedar impura. Yo aceptaba los malos pensamientos que pasaban por mi mente. Yo, que siempre fui una persona pura de mente y corazón, comencé a pensar cosas horribles. Todo lo que existe en este mundo y que huye de la disciplina de Dios: prostitución, homosexualidad, dudas respecto a las campañas de fe.
Yo no había hecho nada. En verdad, no quería estar como estaba. Dentro de mi ser abominaba todo eso, pero estaba como un volcán en erupción. Confundida, sin saber qué hacer de mi vida. Creía que no había más salida (varias veces pensé en morir), pues me había contaminado y había dejado que “la mujer exterior se corrompiera”. No lograba vencer los pensamientos que me dominaban; no podía ponerme más el uniforme. Lloraba, mi corazón dolía. Todos los días, no sabía lidiar con tantas cosas malas e impuras en mi mente. Y cuando intentaba orar, levantarme de aquel problema espiritual y recomenzar, no lo lograba. Me sentía acusada, oprimida, sin poder reaccionar.
Estaba como aquella parábola de la moneda perdida de Lucas 15:8. No había salido de la obra, no había pecado, pero estaba confundida, a punto de desistir de todo.
En esta situación, busqué al obispo de mi iglesia. Yo no aguantaba más. El día que fui a pedir ayuda, estaba dispuesta a todo para levantarme. Me olvidé del uniforme, de la vergüenza, de los años de obrera que tenía y abrí mi corazón. El obispo, que me atendió como un padre, fue usado por Dios para encontrarme.
Aprendí que vencemos muchas de las luchas solos, pero otras, cuando no podemos vencerlas, tenemos que pedir ayuda, confesar y confiar en los hombres de Dios que están en el Altar.
Podemos incluso perder todo, renunciar al título en la iglesia, a la apariencia, a personas, sólo no podemos renunciar a nuestra SALVACIÓN, hasta el fin.
Obrera Elaine