Serví la Santa Cena a lo largo de 12 años como obrero, pero, un domingo, una cena cambió todo. Una cena.
La bandeja, el pan, el jugo de uva; persona a persona, una a una, como siempre, al lado de mis compañeros obreros, serví el cuerpo y la sangre del Señor Jesús. Pero, en una fila de butacas, una imagen que parecía común se fijó en mi mente.
Seis personas sentadas juntas. No se conocen, pero parecen viejas amigas unidas por el sufrimiento, por el dolor.
Una señora, exhausta, con una de sus piernas enyesada, no puede permanecer de pie. Un joven de cabellos colorados y levantados, con expresión agitada, lleno de picaduras y heridas en el brazo. Una pareja sin sonrisas, con las caras largas, no se toman de la mano, no se tocan. El hijo adolescente, a su lado, de cabeza gacha, respira el desaliento. Y, un poco más lejos, una mujer de cabellos largos, pollera corta, tacos altos, maquillaje borrado.
Seis personas, seis almas. El pastor predica sobre el arrepentimiento de pecados mientras que los seis fijan la mirada en el altar. Parecen luchar para levantarse. Parecen pedir clemencia. Las palabras del pastor calan hondo.
Reciben el pan y el jugo de uva. Reciben una oportunidad. La oración comienza y la Iglesia se une en el clamor. Los seis cierran los ojos. Unos susurran, otros sueltan la voz. No importa, la sinceridad eleva al hombre al cielo. Ellos se desahogan, ellos se callan. La música se mezcla con los pensamientos. El perdón, la alabanza, las lágrimas. El espíritu hace sus súplicas. Es momento de salvación.
Mi Dios, ¡cuán Sagrada es Tu Obra! ¡Que el Espíritu Santo continúe guiando a la Universal! Y mantenga siempre nuestros ojos abiertos al pedido de socorro de las almas. Obrero anónimo
Mensaje extraído del blog del obispo Macedo / [fotos foto=”Thinkstock”]
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