Ella tenía solo 4 años de edad cuando los padres se separaron y decidieron rehacer la vida en otra ciudad. Uno para cada lado. Ella y los hermanos se quedaron con el abuelo.
Tres años después, la madre mandó a buscarlos.
Desde adentro del ómnibus, Julia* observa la inmensa cantidad de automóviles. Nunca vio tantos así, de una sola vez. No le daba el tiempo para contar. Intentó una, dos, tres veces y desistió. Estaba encantada. Sus ojos brillaban delante de ese nuevo mundo que surgía.
Era una nueva vida que comenzaba.
Primer día de clases. Aula llena de niños. La profesora toma asistencia.
– ¿Número 31? Silencio…
¿Julia? Llama la profesora.
– “Preseeeente” – responde Julia, revelando la manera de hablar nordestina.
Los compañeros comienzan a reírse. Julia no entiende el motivo.
Hasta ese día, ella pensaba que hablaba igual que todos los demás niños.
Desde entonces, todos los días era lo mismo. Todos se reían a carcajadas al oírla responder la asistencia.
Ella, a su vez, se retraía. Evitaba hablar. Cuanto menos hablara, menos se reirían de ella, pensaba.
En la clase, cuando la profesora hacía alguna pregunta relacionada a la materia, Julia quería responder, sabía la respuesta, pero, por vergüenza, no levantaba la mano.
¿Y si se ríen de mí? – pensaba. Entonces se callaba.
Nunca participaba de los debates en la clase. Admiraba a los compañeros que siempre expresaban su opinión, pero ella, por más que lo intentara, no lo lograba. Algo la bloqueaba. Solo en pensar en la posibilidad de que se burlen de ella, desistía.
Julia tenía pocas ‘amigas’. Hacía de todo para agradarlas. Buscaba imitarlas en la manera de ser y de hablar. Se esforzaba para ser como ellas. Deseaba ser como las demás chicas. Ellas siempre sabían qué decir. Siempre estaban rodeadas de amigas, y los chicos más lindos de la escuela querían estar de novios con ellas. Mientras que ella no despertaba el interés de ninguno de ellos. A no ser cuando era motivo de bromas.
Cuando estaba con las amigas, Julia nunca hablaba de sí misma. Se creía sin gracia e incapaz de mantener una conversación interesante con quien quiera que sea.
Nunca estuvo de novia. Y ni siquiera podría, ya que había creado una barrera invisible alrededor de sí misma.
Incluso se interesaba por algunos chicos, pero no le contaba a nadie. ¿A quién le importaría?
La inseguridad y el miedo al rechazo no le permitían revelar los sentimientos, ni siquiera a las amigas.
Rehenes
Así como Julia, muchas personas han sido rehenes del complejo de inferioridad. Este sentimiento negativo llega astutamente y se instala dentro de la persona, pasando a controlar sus sentimientos y sus decisiones, y haciéndola que tenga una visión negativa de sí misma.
El complejo de inferioridad involucra un conjunto de creencias, pensamientos y sentimientos que habitan en la persona y que provocan una percepción propia de poca validez y baja estima personal, explica el psicólogo Alexandre Rivero.
Este sentimiento de inferioridad puede establecerse tanto en la infancia como en la fase adulta. Según el especialista, en la infancia se establece a partir de experiencias traumáticas de desvalorización personal, como padres que comparan a los hijos y que hacen críticas generalizadoras, rotulando al niño. O cuando un niño con dificultades escolares es llamado “burro”, por ejemplo.
Pero se engaña quien piensa que solo los niños sufren con el complejo.
El adulto también está susceptible a este sentimiento negativo. Para el psicólogo, “un fuerte trauma, como experiencias de despidos, en la cual la persona siente que sufre de injusticias o abusada moralmente, un abandono conyugal, o una traición afectiva, pueden producir una sacudida en la autoestima y en la autoconfianza con consecuencias que producen el sentimiento de inferioridad”, aclara.
La persona que carga este problema se considera inapta, incapaz e inadecuada. A causa de eso, frecuentemente, pierde oportunidades en las áreas profesional y afectiva. “Otros pueden desarrollar pensamientos de estar siendo constantemente desvalorizados, una desconfianza constante en relación a las personas con quienes convive, llevándolo al aislamiento, a la hostilidad y a procesos depresivos”, explica Rivero.
Cómo vencer
Para superarlo, la persona necesita concientizarse, entender y reconocer sus posibilidades, cualidades y competencias. “Observar la distorsión que probablemente está haciendo y percibir que todos nosotros tenemos dificultades y males, que estamos siempre buscando superar y mejorar. Nadie es perfecto, somos seres en constante aprendizaje y construcción”, finaliza el psicólogo.
Vea a continuación algunos consejos para combatir la inseguridad y la baja autoestima:
– Reconozca que necesita a Dios para todo, que, sin Él, usted no puede hacer nada. “…porque separados de Mí nada podéis hacer.” Juan 15:5
– Evite comparaciones; cada persona es diferente a la otra, y todas tienen su propio valor.
– Admire las cualidades de las demás personas, pero no se olvide de que usted también tiene las suyas.
– Nunca diga “no puedo”, “no lo logro”, sin haberlo intentado. “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” Filipenses 4:13
– Ejercite su fe. Arriésguese. No se olvide: usted es un escogido de Dios. “Mi siervo eres tú; te escogí, y no te deseché.” Isaías 41:9
– Enfrente sus miedos. “Porque Yo, el Señor, soy tu Dios, quien te sostiene de tu mano derecha, y te dice: No temas, Yo te ayudo.” Isaías 41:13
– Hable consigo mismo de forma positiva – ejercite su cerebro para que identifique cualidades en usted que hasta ahora no reconocía, pero que, al verlas, automáticamente va a identificar el potencial que tiene. Esas cualidades están ahí y necesitan ser reveladas para que usted encare los desafíos de cabeza erguida.
(*) El nombre fue cambiado a pedido del personaje para preservar la identidad
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