La palabra “desierto” tiene una simbología muy fuerte en la Biblia y en la vida de quien La obedece.
Antes, el pueblo hebreo era esclavo en Egipto. Era un pueblo humillado, que dependía de la buena voluntad ajena para sobrevivir. Un pueblo sin tierra, sin orgullo, sin ánimo, a no ser por aquellos que seguían a Dios, como José. Sin embargo, todo el pueblo necesitaba ser obediente a Él.
Y fue así que aquel pueblo salió de Egipto y se dirigió al desierto. Casi todos tenían mucho miedo de lo que vendría, pues no sabían nada sobre lo que aparecería adelante. Enemigos, hambre, miseria… Sin embargo, fue exactamente en ese escenario que Dios les mostró que era completamente dependiente de Él. Fue Él quien les mandó la comida caída del cielo, en forma de maná y aves asadas. Fue Él quien hizo, por medio de Su profeta Moisés, verter agua de donde parecía no haber.
Eso viene al encuentro de un antiguo dicho de los tuaregs, un pueblo nómade que antiguamente controlaba las rutas comerciales del desierto de Sahara: “Dios creó los lugares con mucha agua para que el hombre pueda vivir en ellos, y creó el desierto para que pueda descubrir en él su alma.” En nuestra creencia, podemos substituir “alma” por “espíritu”, tanto el nuestro como el de Dios.
El desierto fue, para los hebreos, un proceso de madurez por el cual necesitaban pasar para dejar de ser un pueblo humillado y transformarse en la nación de Israel. Fue solo después del desierto que descubrieron su fuerza, y de dónde venía. En Dios, sobrevivían a todo.
Sin la experiencia con Dios que los hebreos tuvieron, aquel desierto sería solo desesperación y escasez. Con Él, fue el fortalecimiento para la victoria. Aquel pueblo floreció justamente en uno de los ambientes más infértiles de la Tierra.
Incluso el Señor Jesús maduró Su fe, que ya no era poca, en los 40 días que pasó en el desierto. Venció hasta al diablo, a causa de ese encuentro con Dios, a solas con Él durante días seguidos, sin distracciones. Enfrentó todas las tentaciones que podían apartarlo del camino planeado por el Padre.
Otro dicho muy popular en el medio cristiano, una vez citado por el teólogo C.S. Lewis, es el que dice: “El ayuno no cambia a Dios, lo cambia a usted”. Es un período que funciona como un “curso intensivo” sobre usted mismo, su fe, su relación con Dios y sus efectos sobre su vida.
¿Usted puede decir que los 40 días en los que estuvo en el “Ayuno de Jesús” contribuyeron para su madurez espiritual? ¿Puede decir que fue más que solamente una cuarentena sin distracciones de los medios de comunicación?
Si llegó a la conclusión de que sí, va a entender mejor lo que significa pasar por la puerta del Templo de Salomón. Habrá usado estos 40 días para su verdadero propósito. Y podrá hacer valer, para todos los días de su vida, su lugar ante Dios, suyo por derecho desde que el Señor Jesús Se sacrificó.
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