Contra los males del mundo, ninguna madre se esconde. Aunque la mano más poderosa se levante contra el hombre, la persona que le dio la vida estará allí para defenderlo.
Rizpa vio a sus hijos siendo condenados a muerte y fue obligada a presenciar todo sin poder hacer nada. Aunque el gran rey David haya sido un hombre justo, a los ojos de una madre, la pena de muerte para su hijo nunca es correcta, especialmente si es por un error cometido no por el condenado, sino por sus antecesores.
Armoni y Mefi-boset fueron castigados por pertenecer al linaje de Saúl, el rey que se volvió en contra de Dios. Al contrario de lo que los israelitas habían prometido, Saúl persiguió a los gabaonitas. Como castigo, David enfrentaba, en los primeros tres años de su gobierno, una terrible sequía. Para librar a Israel del castigo, era necesario entregar a siete hijos de Saúl para que los gabaonitas los matasen.
Cuando una madre ve a su hijo en peligro, busca protegerlo, aunque no haya escapatoria. Armoni y Mefi-boset fueron ahorcados junto con otros cinco hombres. Rizpa, que había sido concubina de Saúl, veló sus cuerpos.
La fuerza que una madre carga dentro de sí es inexplicable e incomparable. Los cuerpos de los siete fueron abandonados en el mismo lugar donde fueron encontrados para que las aves de rapiña aprovechasen la situación, pero Rizpa no lo permitió. Y si los animales del mundo no pueden alimentarse de cuerpos sin pasar por la madre, ¿cuánto menos cuando los hijos aún estaban vivos?
El mundo de hoy rodea a los hombres con todas sus fieras: drogas, violencia, malas compañías. Pero una madre, mientras tiene fuerzas para luchar, no permite que el mal se apodere de su hijo. Aquella que concede la vida, siempre luchará por la salvación de su hijo.
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