“Cuando veo Tus cielos, obra de Tus dedos…”, (Salmos 8:3).
Solo cuando se es nacido del agua y del Espíritu se tiene la idea de lo que el rey David vio y pudo contemplar en los cielos.
¿Cuántas veces miramos el cielo y no vemos más que el sol, la luna y las estrellas?
¿Cuántas veces nos maravillamos delante de ese esplendor tan grande?
Cualquier trovador, en versos, expresaría los sentimientos más profundos del alma. Sin embargo, todo como resultado de su mera visión física.
David, no.
El rey logró ver más allá de la visión óptica.
Vio lo invisible. Lo imposible.
Volvió al pasado infinito, vislumbró la obra de la Creación del Todopoderoso.
Vio los dedos del Altísimo creando las estrellas, el sol y la luna cual las manos habilidosas de la abuela en su creación de crochet.
David podía ver la Grandeza del Eterno porque el Espíritu del Eterno lo poseía por completo.
Los poseídos por el Espíritu del Creador tienen visión, tienen sueños y no son limitados en la creación.
Los poseídos por el Espíritu de Dios no tienen límites en su fe.
Salvo cuando esa fe es contaminada por los sentimientos.
Pablo les llamó la atención a los que se limitaban a causa de sus propios afectos o sentimientos (2 Corintios 6:12).
¡¡¡CUIDADO!!!
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