“Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto:
Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de Mi boca. Porque tú dices: yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, Yo te aconsejo que de Mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete. He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él Conmigo. Al que venciere, le daré que se siente Conmigo en Mi Trono, así como Yo he vencido, y Me he sentado con Mi Padre en Su Trono. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.”
(Apocalipsis 3:14-22)
Históricamente, la ciudad de Laodicea se ubicaba al sudeste de Filadelfia, cerca de Colosas. Fue una antigua ciudad de Frigia, que originalmente se llamaba Dióspolis y luego Rheos.
Solo tiempo después recibió el nombre de Laodicea, en honor a Laódice, la maquiavélica mujer del rey sirio Antíoco II. Era una ciudad extremadamente rica y famosa, por ser un centro comercial y bancario.
Poseía una fabulosa reserva económica, además de una notable industria de ricas vestimentas y alfombras de lana y una escuela de Medicina, donde se fabricaba un medicamento para el tratamiento de enfermedades oculares.
Podemos observar en las características de Laodicea que existe una independencia con respecto a su fe cristiana. Su riqueza era tan significativa, que la fe en Dios quedaba en segundo plano.
Era como algo ligado solo a una tradición. Es por eso que confiesa su riqueza e independencia, diciendo: “…Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…” (Apocalipsis 3:17)
Aproximadamente entre los años 60 y 62 de la Era Cristiana, la ciudad de Laodicea, juntamente con Hierápolis y Colosas, fue destruida por un gran terremoto. Sin embargo, debido a su gran riqueza, pudo ser reconstruida.
Su reconstrucción fue tan rápida y completa, que en el momento en que el apóstol Juan recibió la revelación del Apocalipsis en la Isla de Patmos, aproximadamente en el año 85 d.C., esa terrible catástrofe había sido olvidada.
En el año 1402, nuevamente Laodicea fue destruida, pero esta vez por los ejércitos de TimurLenko Tamerlán, conquistador mongol. Actualmente solo se encuentran ruinas en su lugar, llamadas EskiHisar, que significa “viejo castillo”.
Estas ruinas no son nada más que testigos melancólicos de la gloria terrenal pasada. Espiritualmente, la ciudad de Laodicea nos hace recordar a las metrópolis de los países del llamado Primer Mundo, donde la riqueza de las industrias, del comercio y del sector terciario se concentran en los grandes bancos.
Esto ha hecho que se sientan opulentas y orgullosas, en contraste con las demás ciudades del llamado Tercer Mundo, donde la miseria y el hambre exhalan el olor de la corrupción y de las injusticias sociales.
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