Había una vez, en una tierra lejana, un sabio chino y su discípulo. Cierto día, en su caminar, vieron una casilla.
Al acercarse, notaron que, a pesar de la extrema pobreza del lugar, la casita estaba habitada.
En aquella área desolada, sin plantaciones ni árboles, vivían un hombre, una mujer, sus tres hijos pequeños y una vaquita flaca y cansada.
Con hambre y sed, el sabio y su discípulo pidieron abrigo por algunas horas. Fueron bien recibidos.
A cierta altura, mientras se alimentaba, el sabio preguntó:
– Este es un lugar muy pobre, lejos de todo. ¿Cómo sobreviven?
– ¿Ve usted aquella vaca? De ella nos sustentamos – dijo el jefe de familia. Ella nos da leche, que bebemos y también transformamos en queso y cuajo. Cuando sobra, vamos a la ciudad y cambiamos la leche y el queso por otros alimentos. Es así que vivimos.
El sabio agradeció la hospitalidad y partió. Ni bien dobló la primera curva, le dijo al discípulo:
– Regresa, toma la vaquita, llévala al precipicio de allí, y empújala.
El discípulo no lo podía creer.
– ¡No puedo hacer eso maestro! ¿Cómo puede ser tan ingrato? La vaquita es todo lo que ellos tienen. Si la tiro en el precipicio, ellos no tendrán cómo sobrevivir. Sin la vaca, ¡se mueren!
El sabio, como caracteriza a los sabios chinos, apenas respiró hondo y repitió la orden:
– Ve y empuja la vaca al precipicio.
Indignado, pero resignado, el discípulo volvió a la casita y, disimuladamente, llevó al animal hasta el borde del abismo y la empujó. La vaca, como era previsto, se estrelló contra el suelo.
Pasaron algunos años y durante ese tiempo el remordimiento nunca abandonó al discípulo.
En un cierto día de primavera, atormentado por la culpa, abandonó al sabio y decidió volver a aquel lugar. Quería ver lo que había sucedido con la familia, ayudarla, pedirles disculpas, reparar su error de alguna forma.
Al doblar por la calle, no creyó lo que veía. En el lugar de la casilla había un lugar maravilloso, con muchos árboles, piscina, auto importado en el garaje y antena parabólica.
Cerca de la parrilla, había tres adolescentes robustos, celebrando con sus padres la conquista del primer millón de dólares. El corazón del discípulo se congeló.
¿Qué había sucedido con la familia?
Seguramente, vencidos por el hambre, fueron obligados a vender el terreno e irse. En este momento, pensó el aprendiz, deben estar mendigando en alguna ciudad.
Se acercó entonces al casero, y le preguntó si sabía el paradero de familia que había vivido allí hacía algunos años.
– Claro que sé. Usted los está mirando – Dijo el casero, señalando a las personas alrededor de la parrilla.
Incrédulo, el discípulo se apartó del portón, dio algunos pasos y, llegando cerca de la piscina, reconoció al mismo hombre de antes, sólo que más fuerte y altivo, a la mujer más feliz, a los niños convertidos en saludables adolescentes. Espantado, se dirigió al hombre y le dijo:
– ¿Qué sucedió? Yo estuve aquí con mi maestro hace unos años y este era un lugar miserable, no había nada. ¿Qué hizo para mejorar tanto su vida en tan poco tiempo?
El hombre miró al discípulo, sonrió y le respondió:
– Teníamos una vaquita, de la que sacábamos todo nuestro sustento. Era todo lo que poseíamos.
Pero un día, cayó al precipicio y murió. Para sobrevivir tuvimos que hacer otras cosas, desarrollar habilidades que no sabíamos que teníamos.
Y fue así, buscando nuevas soluciones, que hoy estamos mucho mejor que antes.
Dios piensa en grande
El Señor desea maravillas para la vida de Sus hijos. A veces las personas conquistan o poseen algo que para ellas tiene mucho valor, sin embargo la visión del Creador es plena y completa. Para Él nada es imposible. “¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo? (…)” Isaías 40.12
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