Una vez sucedió algo que dejó a nuestro responsable muy molesto con Júlio. Ya no recuerdo cuál fue la cuestión, pero recuerdo el caso del cual yo formé parte.
Vivíamos en la misma casa con mis padres y el responsable del país, en esa época. Noté que, en algunos momentos, el responsable no nos dirigía ni siquiera una palabra. Estaba mudo. Muy enojado.
Eso me estaba incomodando porque no sabía lo que estaba sucediendo o qué error habíamos cometido para que él nos ignorara de esa manera.
Bueno, pero, ¿quién era yo?
Solo una esposa de pastor, una sierva de Dios. Y sabiendo que somos siervos, no tenemos derecho a cuestionar nada, sino obedecer.
Júlio me había orientado a que no hablara con nadie, pero eso me estaba incomodando. Vivir en la misma casa y estar sin hablarse. Estaba angustiada, mi alma estaba atribulada. No sabía qué hacer.
Y todas las mañanas cuando nos despertábamos, mi madre con esa sonrisa linda decía: “¡Buen día, hija mía!”. Y me daba besitos y abrazos.
En ese instante me dio un dolor en el alma y pensé: “Oh, soy tan amada, me gustaría tanto poder contar con mi madre en esta agonía, pero no puedo”.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, y cuando mi madre vio mis ojos notó, de inmediato, que algo no estaba bien, y me preguntó: “¿Qué pasó, mi hija?” Le dije: “Oh, mamá, por favor no me hagas esa pregunta, porque no puedo responderte”. Y ella dijo: “Dime, hija mía”. Le dije: “Júlio no quiere que hable”. Entonces, aparece mi padre y me dice: “¿Qué paso? Ven aquí, dime lo que está sucediendo. Te lo estoy ordenando, ¡puedes hablar!”
Entonces, me derramé en lágrimas y le conté la situación que estábamos viviendo con nuestro responsable. Él me oyó y me orientó.
El domingo a la noche, Júlio recibe una llamada para que concurra a la sede, pues el obispo quería hablar con nosotros. Júlio me miró y me preguntó: “¿Dijiste algo?” Respondí: “Sí, me preguntaron y conté”.
En realidad yo estaba aliviada. Todo lo que era más sagrado en mi vida no era enfrentar el problema delante de todos, sino que era defender mi alma que estaba afligida. Si no hubiera hablado, hubiera estado con ese problema dentro de mí y no hubiera resuelto nada.
Aún mi corazón estaba saltando de miedo por lo que podría suceder, pero fui. Júlio, enojado a un lado, y yo, aprensiva del otro.
Llegamos a la sede, nos sentamos y le expusimos todo el problema al obispo responsable y a mis padres. Conversamos y allí se resolvió todo. Ese problema realmente murió.
Entendí, desde entonces, que tengo que resolver los problemas. Y no estar guardando nada que me deje confundida, pues la confusión genera dudas, miedo e inseguridad.
Entendí que tengo que exponer los problemas que no logro resolver por mí misma e intentar resolverlos. Sea aprendiendo y solucionando, sea hablando y siendo disciplinada por mi acto.
Una cosa es segura: no puedo estar con el corazón pesado para nada, porque eso no puede salvarme. Al contrario, me hace tener malos ojos, malos pensamientos y nutre incluso una idea del diablo dentro de mi mente.
Lo más sagrado que tengo es mi Salvación. No importa mi posición (esposa de pastor u obispo). Tengo que preservar mi Salvación a cualquier costo, porque ella es la que me hace tener paz, una consciencia tranquila y fuerzas incluso para batallar.
Pero cuando está manchada, me fragilizo. Tengo dudas, miedo, inseguridades y el diablo se hace la fiesta pisándome y humillándome.
Es mejor ser humilde y encarar que huir u ocultar con orgullo, y además vivir un tormento dentro de uno mismo.
Colaboró: Viviane Freitas