Una enfermedad degenerativa e incurable puede destruir un matrimonio. Eso es lo que estuvo a punto de suceder con Andrea Barreiro y Javier Marinkovich.
Él sufría mal de Parkinson y lo negaba: “No aceptaba el hecho de estar enfermo, le decía a mi esposa que me temblaban las manos por los nervios, pero al tiempo no se lo pude ocultar más y eso destruyó la relación”, reconoce Javier.
“Nuestro matrimonio estaba muy mal. Él no quería hacerse tratar, no aceptaba que estaba enfermo y a raíz del avance de la enfermedad, perdió trabajos y con eso la situación económica se había empezado a complicar, lo que afectaba sus nervios y empeoraba el cuadro; era un círculo vicioso”, recuerda Andrea, que empezó a buscar información sobre la enfermedad de Javier. “Tomé conciencia de la gravedad de la situación y me desesperé. Cada día que pasaba era peor, tenía que darle de comer en la boca, fue duro tener que aceptar que mi vida y la de mi esposo no iba a ser la misma; creí que nuestra vida estaba acabada”, afirma.
Javier recuerda que llegó a sentirse una carga para Andrea: “Pasé de ser su esposo a ser su hijo, mis amigos me decían que la dejara, que no podía arruinarle la vida por mi enfermedad”.
Como la medicación no funcionaba, Javier pensó en matarse, pero tenía sentimientos encontrados al respecto: “No quería perderla, pero tampoco quería condenarla a vivir así”.
La situación cambió cuando él pasó por la puerta de la Universal y entró. Javier empezó a hacer las cadenas de oración, lo orientaron y hubo cambios en su carácter: “ya no peleábamos, él estaba más tranquilo, yo le buscaba pelea y él no reaccionaba como antes. Al observarlo, las manos ya no le temblaban. Así empecé a acompañarlo a la iglesia”, cuenta Andrea.
“Hoy, Javier está curado, somos felices en el matrimonio, Dios transformó nuestra relación y su salud, fue algo maravilloso lo que sucedió en nuestra vida”, finalizan juntos.
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