Hace apenas una semana, el popular servicio de mensajería WhatsApp anunció que cuenta con mil millones de usuarios activos, sumando 100 millones en solo cinco meses. De acuerdo con datos publicados por el sitio VentureBeat, la compañía ve 42 mil millones de mensajes, 1600 millones de fotos y 250 millones de videos por día. Además cuenta con 1000 millones de grupos.
El ya mencionado WhatsApp, Telegram, Facebook Messenger, Twitter, Line, WeChat, Skype… Cada día tenemos más opciones para comunicarnos, pero, curiosamente, estamos menos comunicados.
Sin embargo, la culpa no es de la tecnología, es nuestra. Somos nosotros los que estamos conectados cada vez más horas por día y dejamos de disfrutar otras cosas en la vida. Tiempo atrás, hablábamos personalmente con los demás, los chicos solían jugar en la calle y en las plazas, inventaban aventuras… Pero ya no es así, y lo más triste es que está empeorando.
En vez de usar nuestros teléfonos y tabletas como herramientas para mejorar y aprender, estamos convirtiéndolas en prisiones que consumen nuestro tiempo y atención. A pesar de darnos acceso a enormes cantidades de información y de haber sido creados con la intención de crear nexos permanentes entre nosotros y nuestros seres queridos, los dispositivos móviles han robado casi la totalidad de nuestra atención, provocando que ignoremos lo que sucede en el mundo real. Basta hacer un viaje en colectivo o subte para ver que la mayoría de las cabezas están gachas, no por tristeza o cansancio, sino inmersas en una pantalla de 4 pulgadas.
Creo que la solución está en desconectarnos un poco más de lo virtual y conectarnos a lo real, en aprender a disfrutar de la vida sin necesidad de mirarla en una pequeña pantalla, en vernos con un familiar y decirle “te quiero” personalmente y dejar de escribirle mensajes en su muro de Facebook, en fin, es hora de tener un poco de equilibrio y vivir una vida real.
Pensándolo bien, quizás el problema esté ahí. Muchos no quieren vivir su vida porque no les gusta el estado en que se encuentra. Es más fácil engañar (y engañarse) aparentando una vida perfecta que luchar con Dios para que esa vida perfecta se convierta en realidad.
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