“Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? dice el SEÑOR de los Ejércitos.”
(Malaquías 1:9)
Cuando llegamos hasta Dios, viniendo de los sufrimientos de este mundo, llegamos despedazados, sin nada que entregar además de nuestra propia vida podrida. La porquería de vida que teníamos antes de conocerlo es nuestra primera ofrenda. Él acepta nuestra vida, incluso estando sucia, despedazada, podrida, despreciable, porque en el estado lamentable en el que nos encontrábamos, era lo mejor que teníamos para entregar.
Sin embargo, así como somos acogidos, vamos entendiendo qué más tenemos para ofrendar. Ofrenda es todo lo que hacemos para Dios. No puede ser cualquier cosa, pues nuestro Dios no es cualquier dios. Nuestra obediencia, nuestro trabajo, la relación con la esposa o con el marido, la honestidad delante de los demás, nuestros votos en el Altar… ofrendamos todos los días, en todo lugar. Sabiendo que somos siervos y estamos aquí para servir. Sabiendo que todo es de Él y que nada tenemos que no podamos ofrecer. Sabiendo que, si nos entregamos, somos la propia ofrenda en el Altar.
Así, ¿cómo alguien puede tener el coraje de ofrecer cualquier cosa y suplicar el favor de Dios? Es muy caradura. “Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice el SEÑOR de los Ejércitos.” (Malaquías 1:8)
Si quiere lo mejor de Dios, no Le ofrezca cualquier cosa.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo