El pecado nunca puede ser justificado, perdonado o incluso cubierto por las buenas obras, ¡por más lindas e importantes que sean! Pero, lamentablemente, esto ha sido lo que muchos han tratado de hacer dentro de la Iglesia de nuestro Señor.
Estas personas se han dedicado intensamente a la Obra de Dios, intentando llevar la salvación a los demás, olvidándose de cuidar de sí mismas.
Y por presentar tanta dedicación, piensan que el hecho de hacer algo para Dios las hace superiores a los demás, y, en consecuencia, merecen algo más.
Y es ahí en donde entra el orgullo en el corazón de muchos que dicen ser siervos, haciéndoles creer en su propio valor y que son señores de sí mismos.
Pero, ¿quién puede ser esta mujer, “Jezabel”? ¿Es literalmente una mujer profetiza, que al mismo tiempo en el que enseñaba también seducía a los hombres de Dios para que practicaran la prostitución y comieran cosas sacrificadas a los ídolos?
Ahora, es muy improbable que aquellos que presentaban obras como amor, fe y perseverancia, se dejaran llevar por pecados tan grotescos y abominables como estos. Incluso, porque los que son nacidos de Dios tienen mucho cuidado con ese tipo de pecados.
No, no creemos que Jezabel pueda ser literalmente una mujer, sino que representa una situación, un sistema, una doctrina o incluso una conducta diabólica dentro de la iglesia, capaz de poner en riesgo todo su trabajo espiritual.
En el Apocalipsis aparece cuatro veces la representación simbólica y profética de una mujer, tanto en un sentido positivo como negativo. En el sentido positivo tenemos:
“Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y Su esposa se ha preparado.” (Apocalipsis 19:7)
Esta es la propia Iglesia del Señor Jesús, y podemos ver también: “Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas.” (Apocalipsis 12:1)
En su significado es Israel, en el plan de salvación; el remanente, que es salvo a través de la Gran Tribulación.
La representación simbólicamente negativa es:
“Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas; con la cual han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación. Y me llevó en el Espíritu al desierto; y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación…” (Apocalipsis 17:1-4)
Creemos que “la gran ramera” es una figura de la Iglesia apóstata de los últimos tiempos, comprometida con el ecumenismo, prostituida con la política, realizando alianzas y contaminándose cada vez más con los que tienen poder económico o político.
Ahora, ¿esto no tendría más relación con la razón que con la fe? Las ventajas que el mundo le ofrece a la iglesia, que vive por la fe, de repente son una trampa “Jezabélica”.
Sí, porque al mismo tiempo en el que la iglesia se aferra a las facilidades ofrecidas, deja de depender de Dios. Por lo tanto, la fe, la esperanza y el amor pasan a ocupar el segundo lugar.
La iglesia está sujeta a la astucia de los compromisos mundanos, corrompiendo los principios morales y espirituales de los siervos que la componen.
¿Y esto no es Jezabel induciendo a los siervos de Dios a la prostitución espiritual y a comer las delicias de los gobernantes de este mundo?
Cuando el Señor Jesús se refiere a Jezabel, es para que consideremos su historia de vida en relación a Israel y, a partir de allí, podamos tener una idea del peligro que ella representa, no solo para la iglesia en sí, sino para cada cristiano.
Jezabel había sido criada en Tiro, una ciudad portuaria fenicia. Su padre, Etbaal, era el rey e hizo sacrificios a Baal. Era también sacerdote de Astarot, considerada diosa de la fertilidad y de la guerra (Jueces 10:6; 1Reyes 11:5). En el tiempo del profeta Jeremías, muchas mujeres de Judá adoraban a Astarot con el nombre de “Reina de los Cielos.”
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