Internet potencializó la incidencia de textos apócrifos, grandes o pequeños. Un escrito apócrifo es todo aquel cuya autoría es cuestionada, no se puede probar que sea realmente de la persona a quien le es atribuido. En años de elecciones, por ejemplo, la red queda cuajada de cartas atribuidas a algunas celebridades acerca de algún candidato, sin que tal persona haya emitido ninguna opinión. Los apócrifos de la Biblia, por ejemplo, también son bien conocidos, excluidos de la versión usada por los evangélicos. Incluso hay falsas frases atribuidas a figuras históricas y escritores, que no están más entre nosotros para desmentirlas.
Hay una historia que tiene toda la cara de apócrifa, pero que vale la pena ser leída.
Esto sucede en Francia, en el final del siglo 19, y comienza con un joven universitario viajando en un tren, concentrado en la lectura de un libro de ciencias. A cierta altura, él se da cuenta de que otro pasajero, un señor de casi 70, está leyendo atentamente una Biblia, en el libro de Marcos.
El joven, desde lo “alto” de su inteligencia, no se hace rogar para interrumpir al anciano:
– ¿Usted?, ¿con esa edad, aún cree en ese libro de creencias y cuentos de hadas?
– Pero… No es un cuento de hadas. Es la palabra de Dios. ¿O acaso no lo es?
– ¡Claro que no! Pienso que usted debería estudiar historia general, por ejemplo. Notaría que hace cerca de 1 siglo, la Revolución Francesa evidenció la miopía de esas creencias.
– ¿Miopía?
– ¡Claro! Sólo gente sin cultura cree que Dios creó el mundo en 6 días y cosas así. Usted debería buscar saber un poco más de lo que nuestros científicos piensan sobre eso.
– ¿En serio? – dijo el señor, siempre tranquilo. – Interesante… ¿qué es lo que los científicos piensan y dicen sobre la Biblia?
– Vea, mi señor, yo voy a descender en la próxima estación y no tengo tiempo para enseñarle nada sobre eso. Pero si usted tuviera una tarjeta personal, yo puedo escribir algo y enviárselo en cuanto mis estudios me den un respiro. De ese modo, usted podrá pensar mejor sobre todo esto y podrá leer algo más interesante – al decir eso, miró hacia la Biblia, apuntándola con el mentón.
El anciano tomó una tarjeta del bolsillo interno de su blazer y se la dio al muchacho. El joven la tomó, con un aire medio aburrido, y se fue. Antes de guardarla en su bolsillo, al salir del vagón, leyó rápidamente. Se detuvo de repente, antes de descender el escalón a la plataforma de la estación… y solo pudo bajar la cabeza, ruborizado.
En la tarjeta decía:
Universidad Nacional de Francia
Instituto de Investigaciones Científicas
Prof. Dr. Luis Pasteur
Director
Si eso sucedió o no, no importa. Lo que vale es que la historia muestra muy bien la arrogancia de mucha gente de las ciencias que, con un poco de entendimiento, se juzga capaz de decidir si Dios existe o no, o si Él es el Autor de la creación o de los milagros. Respecto a eso, verdaderos grandes nombres de la ciencia hicieron muchas diferencias en las vidas de todos nosotros, y no por eso dejaron de tener la humildad suficiente para entender la superioridad del Señor.
Pasteur (1822-1895), por ejemplo, fue importantísimo en el refuerzo de la teoría de que algunos seres microscópicos causan enfermedades (lo que ya era dicho en la Biblia) y gran incentivador de la prevención por medio de vacunas. Él es conocido por la técnica de higienización por pasteurización, bautizada en su homenaje. Sus experiencias ayudaron a derrumbar la idea de que la vida pudiera venir de lo que no fuera vivo (abiogénesis). Creía en dos características distintas en el hombre: la ciencia y la fe, y que una no interfería con la otra.
El científico francés (foto) era consciente de que el conocimiento del ser humano es incompleto, de que el hombre está a años luz de saber los reales secretos del universo, y siempre disertaba sobre eso. Estamos en un constante aprendizaje, por más que sepamos.
Él podría haberse rendido a la seducción de la ciencia, ceder a la arrogancia, privilegiando su ego inflado, como es bastante común en el medio científico en general. Pero eligió curvarse respetuosamente delante del poder mayor, el de Dios. Era bastante conocido por no ser un hombre religioso, en el mal sentido de la palabra, sino que buscaba siempre un contacto mayor y real con Dios, aprendiendo todo lo que pudiera sobre el tema, como autodidacta, o conversando con otras personas bien entendidas.
Y no le faltaba inteligencia para eso.
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