Durante los tres años en los que enseñó, liberó y curó, el Señor Jesús mostró cómo se debe lidiar con el diablo. Él nunca ignoró sus engaños ni su existencia, al contrario, el Salvador siempre exhortó sobre la vigilancia espiritual constante para no caer en las trampas del mal.
La victoria final del Hijo de Dios fue en la cruz. Allí, satanás fue despojado completamente y vio confirmada, de manera pública para toda la Creación, su derrota:
“…y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15).
Es decir, el Señor Jesús triunfó sobre todos los demonios y los desarmó. Aún así, al regresar al Cielo, Él rogó al Padre para que nos diera Su Propio Espíritu, que es la armadura perfecta para protegernos y poder vencer, como Él venció. De esta manera, cada hijo lleno del Espíritu Santo, de la Palabra y del Nombre de Jesús tiene la misma autoridad del Salvador para someter al imperio de las tinieblas.
Esto significa que, a pesar de que los espíritus malignos son inconfundibles cuando se trata de maldad, engaño y astucia, aun así no debemos tenerles miedo, pues en Dios encontramos un poder infinitamente superior al de ellos.
Pero, aunque el golpe de Jesús contra el mal haya sido decisivo, sabemos que hasta que satanás sea lanzado en el lago de fuego y azufre, él seguirá luchando, aunque ya esté derrotado, pues la persistencia es una de sus principales características (Apocalipsis 13:1).
El diablo sabe que ya perdió y que su destino ya está escrito, pero actúa como una serpiente que, aún teniendo su cabeza aplastada, intenta herir a la humanidad a través de mentiras, para llevarla al mismo fin que está reservado para él.
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