Varias veces, la Biblia usa la palabra alianza para retratar la relación de Dios con Su pueblo. Más que un acuerdo, alianza, en los términos de las Escrituras, designa un compromiso. Y tanto en uno como en otro, muestra que hay dos o más partes relacionadas, todas con obligaciones.
Dios siempre se relacionó con el hombre, según la Palabra, por medio de alianzas. Así fue con el primero de ellos, Adán. El Señor le dio medios para su sustento, el mismo Edén. A su vez, Adán debía obedecer a Dios, tenía que cuidar la tierra.
Mientras creyera y obedeciera, el hombre tendría la protección divina y la provisión, pero eso debía partir de una actitud consciente. La desobediencia consistía, básicamente, en el pecado. Adán desobedeció, pecó, y el pecado lo apartó de Dios. El padre de Abel, Caín y Set no cumplió su parte en la alianza, y su acuerdo se deshizo.
El ser humano continuó insistiendo en el pecado un largo tiempo. Dios tomó una decisión drástica: terminaría con todo o casi todos. “Casi” de verdad, pues eligió un descendiente de Set – Noé – y su familia para sobrevivir al cataclismo del Gran Diluvio. Sin embargo, para que Noé viviera, tendría que obedecer al Padre aunque todos lo ridiculizaran, cuando construía la gran arca.
Noé cumplió su parte, Dios cumplió la otra. Cuando las aguas bajaron, el patriarca celebró el suceso con un sacrificio en un altar (Génesis 8:20). Dios le prometió que nunca más destruiría al mundo con agua, sellando la alianza con el arco. (Génesis 9:11-13).
Abraham, descendiente de Sem, hijo de Noé, tuvo un linaje “incontable como las estrellas” por haber cumplido su parte en la alianza hecha con Dios: salió de su parentela a una vida nómade, explorando y poblando la Tierra, bendecido a lo largo del gran viaje.
En Éxodo, vemos a Dios haciendo una alianza con toda una nación (por más que lo haya hecho indirectamente en los casos anteriores, de Adán, Noé y Abraham) de una vez. Constituyó a los hebreos como un pueblo de sacerdotes, una nación santa:
“Ahora, pues, si diereis oído a Mi voz, y guardareis Mi pacto, vosotros seréis Mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque Mía es toda la tierra.
Y vosotros Me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.”, (Éxodo 19:5-6).
El Señor prometió proteger y bendecir a los hebreos, que prometieron obedecerlo y servirlo. Dios les entregó, entonces, a través de Moisés, Sus leyes. Resumidas en diez mandamientos, permitiéndole al pueblo vivir aplicándolas, como se relata en Éxodo, Levítico y Deuteronomio. Y las palabras grabadas en las tablas de piedra trataban todos los aspectos de la vida: espiritual, social, moral y mucho más.
Los diez mandamientos pueden ser vistos, a grosso modo, como una lista insignificante de prohibiciones y reglas. En un análisis más profundo, el resultado es mucho más interesante: la palabra hebrea “tora”, ley, no quiere decir solamente imposición. Significa orientación, dirección e instrucción. No era solo un bozal para mantener a la población sometida, sino una especie de guía lo bastante práctica para una vida con calidad. Nuevamente, Dios estableció reglas que pedían un cumplimiento consciente, una cuestión de actitud, y no una postura pasiva, programada.
Las tablas fueron guardadas en el Arca de la Alianza, que no recibió ese nombre porque sí, pues simbolizaba al ser humano “guardando” los mandamientos de Dios, su compromiso con Él.
En esos cuatro casos citados, y en muchos otros, una alianza con Dios siempre demandaba un compromiso activo, consciente. Siempre es una actitud de quien eligió tener con Él una entrega verdadera, con consecuencias reales.
Sea como Dios, sea como otros seres humanos, cabe al hombre cumplir su parte en sus alianzas. El Señor siempre cumplió Sus promesas, pero no siempre el hombre hizo lo mismo. Cuando el acuerdo es roto la armonía y el contacto pierden la razón de existir.
Mientras tanto, el amor de Dios es tanto, que Su misericordia es real y permite al hombre buscar nuevamente el Padre, siempre.
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